Fragmentos de texto 

con sus enlaces a  libros narrativa

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que estamos seleccionando, esperamos sea grata tu lectura.

Iremos actualizando...

Horacio Quiroga

Os dejo un fragmento, por el tema de los derechos de autor, podéis acceder al texto integro en el enlace.


−¡Señor! −llamó a Jordán en voz baja−. En el almohadón hay manchas que parecen sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

−Parecen picaduras −murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación

−Levántelo a la luz −le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando.

Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

−¿Qué hay? − murmuró con voz ronca.

−Pesa mucho −articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente.

Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós.

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Rafael Altamira


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LA FIESTA DEL AGUA I 

Concluida la cena, los recién casados bajaron al gran patio que media entre la casa y el jardín. En ___ honor de la verdad, Matilde hubiera preferido que darse arriba, en la sala del piano, desde cuyas ventanas veía se amplio horizonte, y donde la obscuridad y el aislamiento favorecían aquella alegría muda, soñadora, de que la joven sentíase embargada. Estando en el patio, no tardarían en llegar visitantes—vecinos y arrendatarios—capaces, con esa inercia y pesadez características en los hombres del campo, de estarse allí hasta bien entrada la noche, hablando de cosas que a Matilde no interesaban mucho, o mirándola con un aire de curiosidad tan poco comedida, que la joven concluía por sentirse molesta, y se ruborizaba como si le escudriñasen las carnes. Pero hacía tanto calor en la casa, y el calor fastidiaba tanto a Miguel, que fue preciso bajar. Por fortuna, no acudió nadie. El casero tenía cerrada su puerta, y quizá dormía. Emparejaron marido y mujer sus mecedoras, y por largo rato estuvieron sin decirse nada, gozando en silencio del placer de verse juntos, y de la her mosa serenidad del campo, que se les metía en el alma, sua vizando sus ardores e idealizando sus sueños. La gran masa de árboles frutales del jardín formaba una cortina negra, de vez en cuando agitada por un soplo de aire, que hacía sonar dulcemente el pino y las cañas. A interva 98 RAFAEL ALTAMIRA los llegaban los aromas del heliotropo y del clavel, como si los lanzara con enorme pulverizador una mano gigantesca; y sobre un terebinto27, que descollaba sus altos ramos por encima de todos, un mochuelo invisible lanzaba su quejido tristón, pareci do al maullar suave de un gato. Todas aquellas formas, todos aquellos sonidos y olores, representaban para Miguel un mundo querido, cuya profunda poesía le era familiar y le emo cionaba siempre. También entones—a pesar de sus esfuerzos por anteponer la preocupación personal de Matilde, a quien amaba con ese amor impetuoso de los primeros días, lleno de rubores, de sorpresas, de abandonos espontáneos y efusivos,—la impre sión extraña de las cosas iba dominándole, conduciendo su pensamiento a una placidez en que no había deseos ni agita ciones. Suavemente, como quien busca comunicación espiritual en momentos de gran emoción, cogió una mano de su mujer, y la retuvo entre las suyas, apretándola apenas, sin crispaduras de nervios, sin fiebre en la sangre, como se estrecha la mano de una hermana. No miraba Matilde al campo, sino al cielo. Para ella, hija de un país más fértil, más lleno de agua y de verdor que aquel en que estaba, no tenía éste el encanto sublime que para Miguel. Sólo el perfume de las flores daba, a veces, rápidos extremeci- mientos a su cuerpo de mujer nerviosa, enamorada y feliz; en cambio, el cielo la subyugaba. La noche, clara, pero no lo bas tante para ocultar el brillo de las estrellas pequeñas, dejaba que...

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Isidora Aguirre



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La gargola de las flores

ESCENA 2: ROSAURA. 

Las nueve. RUFINO. No le haga juicio a ese reloj: es "re-embustero". CHARO. ¿ Y a qué horas irán a venir los caballeros estudiantes? El Tomasito hablo en la Federación y los dejó bien comprometidos. (Entra la Ramona quitándose un velo, misal en mano, como de la iglesia.) RAMONA. ¡Hablé con los curitas! Me recomendaron que pidiéramos así la cosa: "Prórroga..., prórroga..." ¡Bah!, ¿cómo fue que lo mentó? CHARO. (Nerviosa). ¿Prórroga qué pues?... RAMONA. ¡Prórroga indefinida! Así quedan las cosas pa cuando la perdiz críe cola. De esa manera hay que pedírselo al alcalde. CHARO. ¿Y habló al fin la Carmelita con el hijo del alcalde? ROSAURA. Están "re-amigos": la sacó a pasear en auto y la convidó a la kermesse del domingo, para que vea. Ahí le va a presentar a su papá. RUFINO. ¡Qué caso le va a hacer el alcalde a la Carmela! Mire. Rosaurita, las cosas hay que pedirlas de palo grueso a palo grueso. Al pobre ¡quien le va a hacer juicio! ROSAURA. Tienes razón. Rufino. Se me ocurre una idea: emperifollo bien a la Carmela, le pido hora a la peluquería donde el franchute ese que mientan en la revista Zig- Zag y la mando a la kermesse, de señorita, ¡"re-elegante"! ¡Para eso va con don Carlucho! CHARO. (Soñadora). ¡Capaz que hasta matrimonio le proponga! RAMONA. ¿No se le hace pecado estar entusiasmando a la chiquilla con ese futre malo de la cabeza...

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Andrés Neuman 

El fusilado 

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Cuando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y, mientras recordaba a su difunto abuelo, le pareció irreal que las pesadillas se cumplieran. Eso pensó Moyano: que solía invocarse, quizá cobardemente, el supuesto peligro de realizar nuestros deseos, y solía omitirse la posibilidad siniestra de consumar nuestros temores. No lo pensó en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de su conclusión: lo iban a fusilar y nada le resultaba más inverosímil, pese a que, en sus circunstancias, le hubiera debido parecer lo más lógico del mundo. ¿Era lógico escuchar «Apunten»? Para cualquier persona, al menos para cualquier persona decente, esa orden jamás llegaría a sonar racional, por más que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como ramas de un mismo árbol, y por más que a lo largo de su cautiverio el general lo hubiese amenazado con que le pasaría exactamente lo que le estaba pasando. Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la impostura de apelar a la decencia. ¿Quién a punto de ser acribillado podía preocuparse por semejante cosa?

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Julio Cortázar

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La vuelta al piano de Thelonious Monk

Concierto del cuarteto de Thelonious Monk en Ginebra, marzo de 1966
En Ginebra de día está la oficina de las Naciones Unidas pero de noche hay que vivir y entonces de golpe un afiche en todas partes con noticias de Thelonious Monk y Charles Rouse, es fácil comprender la carrera al Victoria may para fila cinco al centro, los tragos propiciatorios en el bar de la esquina, las hormigas de la alegría, las veintiuna que son interminablemente las diecinueve y treinta, las veinte, las veinte y cuatro, el tercer whisky, Claude Tarnaud que propone una fondue, su mujer y la mía que se miran consternadas pero después se comen la mayor parte, especialmente el final que siempre es lo mejor de la fondue, el vino blanco que agita sus patitas en las copas, el mundo a la espalda y Thelonious semejante al comenta que exactamente dentro de cinco minutos se llevará un pedazo de la tierra como en Héctor Servadac, en todo caso un pedazo de Ginebra con la estatua de Calvino y los cronómetros de Vacheron & Constantin.


Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta su instrumento y lo sondea, brevemente la escobilla recorre el aire del timbal como un escalofrío, y desde el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada era una lenta muerte de jardinero. Cuando Thelonious se sienta al piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables varamientos en las sirtes, y cuando la nave de oscura miel y barbado capitán llega a puerto, la recibe el muelle masónico del Victoria may con un suspiro como de alas apaciguadas, de tajamares cumplidos. Entonces es Pannonica, o Blue Monk, tres sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del teclado, las burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas desconcertadas y hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk.

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Antonio R. Huescar


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E L MURO 

 Así comenzó esta extraordinaria historia. No viví ya, en adelante, vida vividera. Viví enajenado, hechizado, enlunado. Muchas veces, encontrándome a solas, intentaba ávidamente explicarme aquel hecho; pensaba en alucinaciones, acaso en la locura. Traté de reducirme a la razón, de retrotraerme a las vías canónicas, consuetudinarias, de mi quebrada existencia. Luché fatigosamente, hora tras hora, por borrar de mi mente aquel extravagante, inverosímil episodio. Proyecté acudir a los médicos, salvarme como fuese de la tremenda y subyugante revelación. Todo fué inútil. Aquello se incorporaba en mí con fuerza creciente, arraigaba en zonas de mi yo cada vez más subterráneas e insondables; crecía y crecía, ineluctable, hasta llenar de su sustancia embriagante la oquedad de mi espíritu, donde resonaban los ecos perdi dos de mi pretérito, como en la nave de una catedral va cía. Mis razonamientos, mis penosos esfuerzos de lógica, resultaban algo frío y descolorido frente al fuerte sabor de realidad y vida cálida que ella infundía en mi san gre—sabor que percibía hasta en el más leve de mis mo vimientos vitales: en mi parpadeo, en el golpear de mi pulso, en la contracción de cada músculo, en la tempe ratura de mis manos, en el ligerísimo picor de una me jilla... Y no sólo en mí mismo: también en el mensaje de las cosas circundantes, en las más nimias sensaciones externas, estaba ella presente, tiñéndolas y configurán dolas de su esencia: el color del asfalto por donde cami naba, el ruido de un tranvía, la suavidad humanizada del pasamanos de esta escalera, el gusto de este vermut: todo encajaba a maravilla y se recamaba de nuevas sig nificaciones en aquel mundo reciente y otro a que ella acababa de transportarme. ¿Cómo dudar, entonces? ¿Qué fuerza puede tener un razonamiento—fundado, por lo demás, en una muerta costumbre—si en la vida misma que ahora nos colma no encuentra reflejo ni corrobo ración? Y, en efecto, la mayor parte del tiempo no quedaba en el deslumbramiento de mi espíritu espacio para la más leve sombra de duda: me henchía el orgullo de estrenar un mundo vedado a los demás mortales; me embriagaba en el ardiente licor de la Hazaña y me templaba, tenso y vibrante como una espada, en la onda caudal de la aventura y de la poesía inmarcesibles. Mi pasado, con su enteca razón, era frente a mi nuevo ser un montón de cenizas áridas frente a una llama tremolante. Pero a veces soplaba en mi existencia un viento frío, un viento sin norte que aventaba aquellas cenizas, avivando el rescoldo que aún quedaba debajo y abatiendo por tierra, desmelenada y rota, la altiva llama. Era entonces cuando, recayendo en los hábitos inveterados de mi mezquino razonar, llegaba a creerme presa del delirio o extraviado en los linderos de la locura,esforzándome desesperadamente en ahuyentar mis fantasmas. Esta era mi lucha: un duelo a muerte dentro de mí mismo entre dos fuerzas irreductibles: la opaca costumbre, con su pesada inercia, frente a la centella insurgente y creadora del entusiasmo. Ya se ve que era un combate desigual: poco a poco, pero de modo inexorable, mi nueva conciencia iba desplazando a la antigua; las emersiones de mi vieja lógica eran cada vez más fugaces e infrecuentes, y el tiempo, lejos de disipar aquello que en algún momento pude considerar alucinación, me hundía más y más en su brillante seno. Pero no era esta colisión íntima la única que me agitaba y destruía. Otra más triste y peligrosa ...

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Juan Rulfo

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El llano en Llamas

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¡Diles que no me maten! ¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. -No puedo.Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti. -Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios. -No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá. -Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué, consigues. -No. No tengo ganas daacutaacute;n ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y Si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño. -Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles. Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo: -No. Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato. Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir: -Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos? -La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge. Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba: Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales. Primero se aguantó...


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Fernando Almena

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Asalto a la casa misteriosa 

 Teo e Iván recorrieron la valla de piedra intentando encontrar un resquicio por el que penetrar en la finca, mas parecía inexpugnable. Como si hubiera sido construida concienzudamente para evitar la presencia de extraños. —Es inútil, Teo. Aquí no se cuela ni una hormiga. —Tiene que existir algún fallo. Y si no, traeremos cuerdas y las lanzaremos a las copas de esos árboles. Será cuestión de trepar. —Y dale, qué manía con trepar, que yo no sé... —Si no estuvieras tan gordo, treparías como un mono. —Pero es que yo no quiero ser como un mono. Sin embargo, estoy más fuerte que tú. Te lo voy a demostrar —dijo Iván, picado en su amor propio—. A que no eres capaz de levantar esta tapa de alcantarilla, ¿eh? Y tiró con fuerza de la tapa que había junto a sus pies. Pero la tapa no cedía, parecía pegada al suelo, sin duda a causa del largo tiempo que llevaba sin ser destapada. Iván se puso rojo por el esfuerzo, pero, al fin, la tapa cedió y la levantó un palmo del suelo. Luego, la dejó caer de golpe. Un eco extraño y hueco repitió el sonido por las profundidades. —Anda, prueba tú. Teo lo miró sorprendido, con la boca y los ojos muy abiertos, con una expresión que igual podría parecer de sorpresa que de júbilo. —Te has quedado alucinado, ¿eh? Para que te des cuenta de que no estoy gordo, sino hecho una bestia. —No eres una bestia, sino un genio. ¡La alcantarilla! —gritó Teo—. La boca está junto a la tapia, así que, probablemente, conduzca al interior de la finca. Por ahí vamos a entrar. —Sí, hombre, menuda guarrería. Teo no lo escuchaba, o no le prestaba atención. —Necesitamos una linterna. Seguro que ahí abajo no se ve nada. Iván no parecía tan convencido. Su espíritu realista cortaba las alas a su imaginación. —Aunque estés en lo cierto, podemos terminar debajo de la casa y no podremos salir, o en medio de jardín y entonces nos las tendremos que ver con el gigante y con los perros. ¡Menuda pinta de asesinos tienen esos bichos! Por fortuna, el optimismo de Teo lo arrastraba. —Ya se nos ocurrirá algo. Ahora vamos a mi casa en busca de una linterna. Por el camino, a Teo se le ocurrieron mil ideas para salvar la situación. —A mí el gigante no me preocupa. No será difícil burlar su vigilancia. El problema puede estar en los perros. Yo vi en una película que para entrar en una finca como esta soltaban una perra en celo. Los perros iban tras ella como locos y se olvidaban de lo demás. Seguro que con estos perros ocurriría igual. —¿Y si son perras? —argumentó Iván con cierta sensatez. —Tú siempre chafando las buenas ideas. —Da igual, aunque sean machos, ¿de dónde vamos a sacar una perra en celo? —En eso llevas razón. Además, tampoco sabemos si una perra está o no en celo. Tendremos que pensar en otra solución. A Iván también lo alumbraban las ideas. Ese farolito que se prende en el cerebro cuando uno menos lo espera. —¡Con pimienta! Los perros pierden el rastro si se les pone pimienta en el camino. Se les mete en la nariz y no les funciona el olfato. Teo sonrió. La idea de su compañero le parecía muy acertada y divertida. Y cuando una idea surge, otras muchas florecen a su alrededor. —En casa tengo polvos pica-pica —dijo Teo, muerto de risa. Las imágenes que desfilaban por su mente debían de parecerle muy divertidas. Iván no tardó en contagiarse, y se unió a sus risas. —¿Te imaginas un dóberman estornudando como si hubiera cogido la gripe? Tanto debía de atraerles la idea, que echaron a correr, como si la impaciencia los empujara a ganar si no metros a la distancia, sí segundos al tiempo. Cuando regresaron a la finca de Yang Xuan, se habían pertrechado de cuanto estimaron necesario para llevar a cabo su misión, que ignoraban hasta qué punto podría resultar arriesgada. —Lo malo será si nos encontramos con los secuestradores. Seguro que no se andan con bromas —dijo Teo, preocupado. Iván sacó una navaja de múltiples usos y la mostró con orgullo a su amigo. —Yo tengo una navaja. —Pues si los amenazas con el sacacorchos o con el abrelatas, seguro que les haces huir —se burló irónicamente Teo. —Muy gracioso, pero algo es mejor que nada —respondió Iván, molesto. —No te enfades hombre. Yo, por si las moscas, he cogido un tirachinas. —Si es por si las moscas, podrías haber cogido un insecticida —ahora Iván devolvía la burla. Se hallaban ya junto a la tapa de la alcantarilla. Ambos la miraron, pero ninguno se decidía a levantarla. Finalmente, Iván agarró la argolla y tiró con fuerza mientras gruñía: —No, si ya sabía yo que me tocaría levantarla.

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En la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes encontraréis una gran variedad de autores y textos. 


En el Portal Educativo Mendoza encontraréis una gran variedad de autores y textos.

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