Escritores Emergentes

Espacio infinito

Una jaula fue en busca de un pájaro.

Franz Kafka.

Una estrecha butaca tapizada en pana de color marrón, y yo, vestida de amarillo y beige con tacones a juego, aguardábamos, emocionadas, el despliegue de un telón dibujado con tréboles de color verde, y suaves aderezos; sus tres y cuatro hojas orladas en tul creaban una ilusión mágica en aquel teatro.

Un tesoro en cada hilada, una sonrisa en mi cara y, en cada ángulo, las alas de viejos palcos; en sus ajadas alfombras reposaban mis pies descalzos.

Luces por doquier y a un telón, la nariz pegada.

Se desata la locura en silbidos entre el gentío, ansioso por escuchar los cantos de una historia entre las grandes, impaciente es la espera ante un espectáculo asombroso; en pie, el director de orquesta se inclina y se estira al son de la melodía. Trágico suena Puccini.

Tres, dos, uno… Giacomo en su esplendor.

Oscilan los tréboles de la suerte cuando se abre el telón, como presagio de una tragedia.

En escena una mujer mariposa sueña con pasión y amor maternal, mas se adivina una traición entre los vejestorios dorados del escenario y se asoma su trágico devenir; ella vive en vilo sin vivir, agita carcoma con sus alas humedecidas por tantas frustraciones.

Cuanto ella posee habita en un par de bolsillos entristecidos por causa del engaño, la mentira, la traición; su religión y su cultura le dan la espalda.

Despliega el canto un hombre de lágrima fría, hueca, satisfecho de sus hazañas. Es el canto extranjero de un corazón de piedra que juega a oros. No embarga su pecho ningún sueño, ningún sufrimiento; triunfa su frialdad, la satisfacción de poder manejar, a su antojo, el destino de una mujer. Disfraces de bondad encubren corazones duros.

Un vientre de mujer, carga a su espalda romanticismo, esperanza, instinto maternal e incomprensión.

Compasión.

Sobrecoge; cuando ella juega a espadas yace la mariposa en llagas, sangra la negra sombra de esa espada.

¡El libreto es bueno!

Se encienden las luces y la orquesta marca el fin de la obra.

Durante unas horas medité acerca de aquella tragedia mientras secaba mis lágrimas con un kleenex.

Salí de aquella estrecha butaca con dolor de caderas, el alma encogida y sensación de impotencia, la misma percepción que nutre mi presente, con más o menos la misma fuerza que hace un siglo.

Cuanto más pensaba, más me irritaba. ¿Acaso cien años no significan nada?

Arrancó el llanto; no por la historia de Madame Butterfly, un libreto ancestral, magistral, que al fin y al cabo no es más que una historia transformada en ópera famosa, sino por el sonido repetitivo que se había incrustado en forma de bucle en mi cajita de música, esa que habita en mi cabeza, que no funciona a través de wifi, a la que hay que darle cuerda como a los juguetes de lata antiguos. Ahí habita la melodía, la paz, los buenos sentimientos y un muro de cemento armado que frena la entrada de la basura que se mueve por nuestro espacio vital.

Me había quedado atascada, me asustaba pensar que los mismos errores de hace ya cien años continúan jugando a matar, que la sociedad castiga a los que no conducen por esos caminos a los que algunos denominan adecuados; a veces veladamente.

Y recordé la cara de las mujeres que he visto en fotografías antiguas, en blanco y negro, aquellas que lavaban en el río, cocinaban sopa, tenían sabañones en las manos y callos en los pies. Les faltaban dientes y les sobraban horas de trabajo.

Ni siquiera habían sido geishas.

Y pensé en la desgracia de haber nacido antes de un tiempo determinado, la de no ser conscientes de su odisea, ni siquiera la de saber que habían sido desafortunadas.

Porque lo desconocían; aunque algunas, las menos infortunadas, lo intuían.

Y me fui al puerto a querer ser pájaro y entablar conversación con el mar; le pregunté:

— ¿Alguien ha diseñado los nuevos valores basándose en responsabilidades? ¿O acaso no existen nuevos valores?

Le hablé a su horizonte rojo acerca de la calma del alma y me di de lleno con el pasado, las vi a ellas, a las mujeres del siglo anterior; caminaban por la arena aguardando a los marineros para recoger la carga de las pequeñas embarcaciones.

Le oí rugir.

El mar es burlón, es frío, no tiene color, y, a veces, se tiñe de rojo como ocurre ahora en más de ciento cincuenta países donde sus mares y sus tierras se cubren de sangre de niños contra niños, como ya ha ocurrido; la historia se repite.

Quise gritar, mas el viento soplaba en mi contra, y callé; callé como hacemos siempre que normalizamos situaciones y el silencio se afianzaba, o quizás porque me hubieran detenido o tomado por loca.

Me oculté en mi coche, bajé la cabeza, tapé mis oídos y grité, grité con toda la fuerza de mi pecho.

¿Pudiera ser que los disfraces de bondad que cubren maltratos y guerras nos confundan, como antaño, o que yo haya nacido también demasiado pronto?

Tal vez desconozca la respuesta.

Pero sé que es tan descarado el engaño, que para hacer recuento de los disfraces de bondad no preciso ocupar una butaca teatral.

©María Teresa Fandiño Pérez.



UNA NOCHE TIBIA CON PASOS ACELERADOS

Mariana sostuvo el sobre amarillo con fuerza contra su pecho mientras caminaba hacia su mesita de noche. Lo colocó allí de forma segura, sabiendo que pronto tendría que ocuparse de él. Era hora de que se preparara; Eugenio estaba a punto de llegar y no le gustaba esperar. Había sonado emocionado cuando llamó esa tarde, así que se aseguró de usar su vestido favorito y perfume Chanel No. 5.

Eugenio era una estrella emergente en el mundo legal, conocido por su agudo intelecto y dedicación en uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad. Por otro lado, ella era la dinámica directora del Museo Nacional, una institución reconocida por sus exposiciones y su importancia cultural. Sus caminos se cruzaron por primera vez durante la elegante inauguración de una exposición, donde el ambiente se llenó de una suave iluminación y el murmullo de los entusiastas del arte. Mientras bebían un vino tinto aterciopelado, se sumergieron en una conversación, compartiendo historias y risas hasta la madrugada.

Ella reflexionaba a menudo sobre la casualidad de su encuentro, preguntándose por qué sus vidas nunca se habían entrelazado antes y por qué esta conexión instantánea había surgido en ese momento tan particular. Su romance en ciernes parecía casi mágico: dos personas realizadas, cada una con aspiraciones, sueños y la promesa de un futuro brillante que se extendía ante ellos.

Sin embargo, bajo la superficie de su narrativa de cuento de hadas yacían dos grandes obstáculos.

Eugenio estaba atrapado en un matrimonio que había durado nueve años, una conexión que se había estancado con el tiempo. Mientras tanto ella, llevaba dos años separada de su marido. A pesar de su innegable química y el anhelo que sentían en sus corazones, ninguno de los dos se había atrevido a hablar de la posibilidad del divorcio con sus respectivas parejas. Esta tensión tácita se cernía entre ellos, complicando el camino hacia la felicidad.

La esposa de Eugenio era una exitosa abogada corporativa y solía realizar viajes de negocios internacionales que la llevaban a los imponentes calles de Asia. Eugenio en ocasiones la acompañaba. Sin embargo, estos viajes despertaban una profunda inquietud en Mariana. Aun así, arraigada en el amor y la confianza, aceptó su inquietud, con la tranquilidad de saber que él siempre volvería a ella.

Cuando sonó el timbre, Mariana se sintió nerviosa y ansiosa, como una colegiala en su primera cita. Sacudiendo la cabeza y sonriendo, pensó en lo tonto que se sentía experimentar esto a los treinta y seis años, pero aquí estaba, con el hombre de sus sueños. Era temprano, de hecho, demasiado temprano. No era inusual, ya que a veces cuando terminaba de trabajar, se dirigía directamente a su apartamento. Se puso el abrigo y se roció un poco más de perfume, asegurándose de que su maquillaje estuviera impecable antes de dirigirse hacia la puerta.

Abrió la puerta.

Para su sorpresa, no fue así. Para su asombro, Mariana salió esperando encontrar a Eugenio, pero en su lugar, un distinguido chofer se acercó a ella. "Es usted Mariana Córdoba?", preguntó cortésmente. Cuando ella confirmó su identidad, le indicó con un gesto que lo siguiera.

Sintiendo una oleada de aprensión, Mariana dudó, expresando su preocupación. Sin embargo, el chofer respondió con un tono amable pero firme, expresándole que lo mejor para ella era acompañarlo. Le aseguró que todo el proceso solo tomaría unos minutos y que no le esperaba nada perjudicial; el encuentro era simplemente una breve presentación a alguien que estaba deseando conocerla.

Al entrar en el ascensor, el descenso se le hizo interminable, aumentando su incertidumbre. No era así como había imaginado que se desarrollaría su día.

Al llegar al aparcamiento, le impactó la visión de un opulento coche negro, cuyas ventanas tintadas le otorgaban un aire de misterio. Estaba aparcado en un rincón aparentemente diseñado para pasar desapercibido. Una vez dentro, observó el interior: una lujosa tapicería de cuero combinada con un ligero aroma a colonia fina.

"Buenas noches, Sra. Córdoba", comentó el joven con voz suave pero profesional. "Le pido disculpas sinceramente por esta reunión tan poco convencional. Pronto comprenderá la urgencia que la motiva. Este es el Sr. Fein", señaló el joven. "Seremos breves para asegurarnos de que nollegue tarde a su cita con su "amigo".

Usted es la directora del Museo Nacional, ¿es correcto?

Mariana asintió nerviosamente.

- "Recibió un envío con varios paquetes para su próxima exhibición asiática en un par de Semanas"; nuevamente, asintió,

- "pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?"

- "Hay un pequeño paquete que le enviaron por error y necesitamos su ayuda para recuperarlo".

-Mi ayuda, Mariana murmura, ¿y cómo se supone que hago eso? Ella respondió.

"No lo sé", dijo el hombre asiático con enojo. "Usted está al mando".

"Solo necesitamos que nos entregue la estatua. La estatuilla femenina de la dinastía Han llegó en el último envío. Como puede ver, si decide ayudarnos, sus seres queridos estarán a salvo".

"Y sí, el Sr. Eugene Mendelson, su amigo abogado, también podría enfrentar consecuencias".

"Señora Córdoba, tiene una semana para entregarnos la estatua. No deberíamos tener que insistir en lo delicado que es este asunto y en que debe manejarse con la máxima discreción".

El Sr. Fein escupió estas palabras con fuerza al pobre intérprete, quien luchaba por mantener el ritmo de su rápida conversación.

Mientras Mariana caminaba de regreso a su apartamento su corazón latía más rápido de lo que nunca había sentido y su cabeza estaba a punto de explotar, pero Eusebio estaba por llegar y debía recomponerse y no dejar ver lo que estaba pasando, sin embargo, necesitaba contarle a alguien y un centenar de ideas corrían por su mente, pero lo primero es lo primero debía encontrar la manera de decirle a Eusebio este lío en el que estaba, seguro de que él podría ayudarla. Había tiempo: aún tenía tiempo.

El sobre, pensó, Mariana. Con todo el alboroto, se había olvidado del sobre. Se acerca a la mesa y, como si estuviera emocionada y asustada al mismo tiempo, extendió la mano. Había esperado con emoción este momento para compartir con Eusebio, pero ahora había otras cosas más importantes de qué hablar. En ese momento, llamaron a la puerta. Debió de ser Eusebio; Tenía que ser él, esperaba. Ahí estaba. Se tiró sobre sus brazos entusiasma y colgó sobre su cuello.

- ¿Estás bien? preguntó, bueno, yo también me alegro de verte, dijo sonriendo. ¿Estás lista?

Claro que lo estás y te ves guapísima como siempre. Esta noche te tengo una sorpresa. Te encantará, estoy seguro.

Se subió por segunda vez en esta misteriosa noche a un coche, una noche tibia con pasos acelerados, pero esta vez era con el hombre que amaba y al que confiaba hasta con su vida.

Durante el viaje al restaurante se dijeron poco, pero ella pensó en todo lo que los unía. Y las sorpresas que los dos se tenían. Ella, la respuesta a sus problemas en ese sobre y él con su contagioso entusiasmo quizás lo que ella tanto anhelaba que les diese esa oportunidad y estar juntos al fin. Llegaron al restaurante, uno de los mejores en la ciudad, y respiró profundamente al salir del coche. Era tiempo de pasarla bien y de olvidar todo lo que estaba sucediendo alrededor de ella.

Después de unos minutos llegó el camarero con un recado para Eusebio. La comida estaba esplendida, la música y todo el ambiente había hecho que Mariana se sintiera amada y protegida. Mariana, estaba tan concentrada con el platillo frente a ella que no ponía atención de que Eusebio se había levantado de la mesa y seguido al empleado del restaurante. Escuchó su nombre pronunciar y alzó la cabeza, sonriendo y pensando que Eusebio le quería pedir una prueba de su platillo como siempre lo hacía, era una costumbre entre ellos. Desafortunadamente, lo que estaba frente a ella nunca se lo pudo imaginar.

-Mariana, mira, esta es la sorpresa de la que te hablaba le decía Eusebio, "te presento al Sr. Fein de Sun Moon Exports ,y a su interprete Chu, mi nuevo socio".

Calló al piso, como en cámara lenta, el tenedor de las manos de Mariana y su rostro emblanqueció como si estuviera viendo a un fantasma. Vio como daba vueltas a su rededor todo en aquel cuarto y solo sintió un punzante dolor en su cabeza, pero de lo demás nada. Solo voces, ruidos, gente moverse sobre ella, pero sin entender lo que decían o hacían. Solo un dolor, terrible dolor y un líquido tibio y espeso descender desde su frente hasta sus mejillas.

-"El sobre", dijo ella, "el sobre" antes de cerrar los ojos.

@Guadalupe Cisneros Villa

Un vaso de agua

Hay historias que suceden a diario, aunque no lleguemos nunca a conocerlas.

Yo tuve la suerte por casualidad de ser testigo directo de una de ellas. Una historia que si bien aparentemente resulta del todo insignificante no por ello carece de una enorme carga emotiva. Los hechos sucedieron de la manera que a continuación paso a contar.

Tengo por costumbre, de lunes a viernes, entrar a desayunar a eso de las 11:00a una cafetería que está enfrente del lugar donde trabajo. El sitio en cuestión no tiene nada de particular salvo por el nombre que resulta bastante llamativo.

El café que sirven tiene buen color, buen aroma y sabor, con demasiada espuma y por lo general no muy caliente; todos estos son detalles que no aportan nada a la narración, eso está claro, pero que me gusta dar, tal vez por ese afán que tengo siempre de rellenar los espacios vacíos y ofrecer al oyente, en este caso al lector, la imagen más completa del ambiente en que se desarrolla la acción y de esta manera se sienta más protagonista de los hechos.

Ya hacía algunos días que al poco de llegar yo a la cafetería, con el desayuno ya servido, veía entrar a un hombre de unos 75 años, bien trajeado, aunque algo desaliñado en su aspecto, excesivamente repeinado y oliendo a una colonia intensa, probablemente de una marca poco conocida. Saludaba cortésmente al camarero dando los buenos días y le pedía simplemente un vaso de agua, que cogía con la mano izquierda y bebía a sorbos cortos, apreciando la frescura del líquido que iba mojando sus labios y refrescando como una caricia, así lo suponía yo, el interior de su garganta. Al terminar dejaba el vaso vacío con total delicadeza sobre el mostrador y con una sonrisa, dirigida al camarero y a todos los presentes, se despedía hasta el día siguiente dando las gracias.

Estos mismos hechos se repetían un día tras otro con escasas variaciones como pude comprobar; casi siempre la misma hora de llegada, parecida vestimenta y similares palabras y gestos al dirigirse al camarero y tomar ese vaso de agua con su mano izquierda. La sonrisa al despedirse no parecía sufrir algún cambio con el trascurso de los días, como si todo en él se hubiera quedado detenido en el tiempo y en el espacio, aunque todo a su alrededor fuera distinto.

Él acudía puntualmente a su cita.

El ir viéndole llegar con esa precisión horaria cada mañana despertó en mi una urgente curiosidad por saber hacia dónde iría después de salir de la cafetería o de donde provendría con esa sed tan acuciante. Tras varias semanas de ser testigo de estos hechos, decidí un buen día cogerme unas horas libres en mi trabajo y seguir a este hombre de manera muy discreta para ver hacia donde dirigía sus pasos y descubrir, si era posible, cuál era el motivo de esta acción diaria, sumamente curiosa.

Creo recordar que el día elegido para tales pesquisas fue un viernes de marzo, algo ventoso, que amenazaba lluvia en cualquier instante.

Él iba con su vestimenta habitual, cubierto por un abrigo largo, algo sucio y una bufanda enrollada de mala manera alrededor del cuello que parecía adquirir vida propia con cada soplo de aire e intentaba fugarse o ahogarle según los caprichos de ese ser intangible que lo llenaba todo.

A una decena de pasos, intentando no perderle de vista, parando cuando él se paraba, iba yo, cauteloso y expectante, imaginando un sinfín de posibles finales, algunos esclarecedores y otros sin salida, porque no siempre es posible hallar lo que uno busca, lo que uno quiere ver detrás de los espejos que reflejan el hambre de uno mismo.

La distancia, siempre a pie, no resultó muy larga, apenas algo más de un kilómetro que trascurrió despacio, aunque con alguna carrera por mi parte para evitar los semáforos en rojo; a través de anchas avenidas arboladas, con intenso tráfico.

El final se vislumbró al llegar a las escalinatas que conducían a la entrada del Hospital Central; no sin antes comprar en un quiosco que estaba justo enfrente de la puerta un ramito de violetas.

Nada más atravesar la entrada, el hombre se dirigió a los ascensores que estaban al fondo del gran vestíbulo atusándose los cabellos algo alborotados antes de entrar en uno de ellos. Me metí en él junto a otras personas, intentando cubrirme el rostro con un periódico que llevaba a tal efecto para evitar que pudiera reconocerme. No sé si en algún momento llegó a hacerlo, pero si así fue no pareció importarle ni sorprenderse siquiera.

En la tercera planta se bajó y entró en la sección de neurología donde después de hablar un rato con una enfermera sobre asuntos que no llegué a entender entró en la habitación 305 dejando entornada la puerta. Desde mi posición pude escuchar como le hablaba a una mujer llamándola Julia y supuse que sería su esposa por las palabras tan afectuosas que usaba para dirigirse a ella.

La mujer no contestaba, sin embargo, lo cual me hizo pensar que tal vez estuviera dormida o más bien inconsciente a causa de la enfermedad que padeciera. Sentí como el hombre arrastraba una butaca para acercarla probablemente a la cabecera de la cama; imaginé su mano acariciando el rostro de la enferma, desenredando suavemente sus cabellos enmarañados, arreglando el embozo de las sábanas, comprobando que el goteo siguiera funcionando correctamente y no se hubiera acabado. Oí como el hombre descorría las cortinas de la ventana. Un rayo de sol atravesó la habitación de punta a punta saliendo por la puerta e iluminando el lugar donde me hallaba. Sentí como el hombre se despojaba de su abrigo colgándolo de una percha, sentándose a continuación en la butaca. Cogió, eso supuse, un libro que estaría guardado en el armario. A continuación, ajustándose los lentes, comenzó la lectura. Sus palabras fluían como las aguas de un arroyo, frescas y transparentes; bajo el arrullo de ese sonido cadencioso y el calor del sol tocando mi rostro con sus dedos, caí, en el asiento del pasillo donde estaba sentado, en un sopor gratificante que me hizo cerrar los ojos.

Su voz me llegaba como una melodía lejana, produciéndome calma y sosiego.

Tal vez su esposa sintiera, aún sin saberlo, algo semejante. En su estado de coma, esa voz tan querida tendría, de algún modo, efectos beneficiosos; tan cercana a la muerte la mantendría con vida, recordando en su noche, todos esos momentos felices que pasaron juntos.

Los sonidos bien modulados en la voz del hombre me recordaban un paisaje con sus cimas y valles. Ascendían las palabras para caer luego en mitad de un silencio reparador. La música de las palabras amordazaba al dolor impidiéndole salir.

La lectura continuó durante un tiempo que no pude precisar pues me quedé dormido. De lo que pude escuchar distinguí algunos fragmentos de poemas conocidos de Machado, Lorca, Neruda y otros muchos que pusieron tanto amor en sus palabras.

No sé si este hombre, en esos instantes, quisiera ser Dios para darle a su mujer una nueva oportunidad; seguramente sí.

El poema, "Me basta así" de Ángel González, quedó flotando en el aire como ese deseo perentorio de volver la realidad otra distinta, similar a la de antes, cuando aún las respuestas eran dadas y el cuerpo era el refugio de unas manos que no desfallecían.

Si yo fuera Dios y tuviese el secreto, haría un ser exacto a ti…

No creo que este amor pudiera expresarse con mejores palabras…

Cuando terminó de leer este poema el hombre cerró el libro, corrió las cortinas y salió del cuarto, no sin antes darle un beso a su mujer y desearle, felices sueños.

@José María Ysmer


SOFÍA

Celebraba el cumpleaños en compañía de su familia, todo estaba perfecto, tan solo una ausencia empañaba ese esperado día para su integración en la vida social. Sofía cumplía quince años, en su país era como celebrar la mayoría de edad cuando en España cumples los dieciocho. En la felicidad de ese día también había un punto de preocupación, la niña tendría más libertad para hacer vida social a pesar de ser huérfana de padre, situación que podría ser un obstáculo en cuanto a la necesidad de cuidados paternales, pues no tenía ningún varón en la familia a quien recurrir en caso de necesidad. Su madre deseaba que encontrase pronto un trabajo para aportar algún dinero en casa o en su defecto algún hombre que la desposase y una boca menos que alimentar; los estudios y su vida como mujer debían esperar.

Ella soñaba con el universo, con terminar su aprendizaje académico y hacerse un lugar en el mundo social, ya fuese como emprendedora, como profesora, ayudante en una guardería, cajera, dependienta o cualquier trabajo decente; lejos estaban sus deseos de los de su madre. Cinco hermanos vivían bajo un mismo techo siendo ella la mayor.

Esa noche, cuando todo debía ser felicidad por su puesta de largo, un hecho aberrante que la perseguiría de por vida, enturbió el acontecimiento. José, un buen amigo de la familia, en quien ella confiaba como si de su padre se tratara, la abordó en el patio trasero de la casa cuando ambos y a petición de su madre tuvieron que ir a por más bebida y comida para los invitados. Ese tipo de celebración era muy importante en su país y todos debían ser saciados como era costumbre.

No pudo defenderse, era un hombre corpulento, de fuerza bruta -ayudaba a la familia en los quehaceres donde la mano varonil era necesaria- Nada más llegar al lugar, la empujó contra un rincón del arrellano tapando su boca con una mano a la vez que con la otra rasgaba sus bragas, una pierna en la zona lumbar de su espalda la dejó totalmente inofensiva, no podía morder la mano que amordazaba su mandíbula. Sus patadas solo daban contra la pared, y su minúsculo cuerpecito poco podía hacer contra su agresor, en un momento de impotente desesperación sintió cómo algo rompía su cuerpo, gritó de dolor pero nadie podía escucharla, la música estaba demasiado alta y en ese lugar de la casa nadie podía socorrerla, no duró mucho ese momento, pero a ella se le hizo una eternidad.

Entre sangre, una sustancia pegajosa que bajaba por sus piernas y junto a la contención de sus lágrimas, corrió al cuarto de baño a lavar su dolor. Poco más tarde llevó a los invitados lo que su madre había pedido. La fiesta debía continuar.

Después de un tiempo Sofía estaba embarazada, un ser sádico desprovisto de amor quiso casarse con ella, era su verdugo, quien la había violado sin el más mínimo escrúpulo.

Su mamá pronto agilizó la boda, nadie debía saber que se casaba embarazada, tampoco importaban sus sentimientos pues le hubiese gustado tener sola a su hijo.

Desolada y triste, asumió unir su vida a la del hombre que no la había respetado en el día más importante de su vida y que tampoco la iba a respetar el resto de su existencia.

Después de la boda, su madre, hermanos y demás familia olvidaron que Sofía llevaba sus apellidos. Quince años, un hombre brutal, una vida rota, sin amigas, sin nadie a quien acudir, Sofía entró en depresión. La tristeza sumada a la impotencia hizo que perdiese al bebé.

Fue creciendo entre golpes, aberraciones, humillaciones y violaciones. Su amor, era su peor verdugo, no le hubiese importado esa forma de vida si al menos en cada acto de sexo no hubiese tenido que ser sometida como lo fue la noche en que perdió su virginidad. Odiaba ese momento, huía de la noche, de los rincones huía de la sombra de ese ser que tanto daño le causaba. Había dejado de llevar bragas para no satisfacer tanto sadismo. En su soledad y junto a su amargura, iba alimentado su dignidad o tal vez su orgullo deseando volver a ser bendecida con otra estrella.

Su deseo se hizo realidad dos años más tarde, Dios la bendijo con un hijo varón volviendo a ver relucir el sol y a sentir amor en su alma, al menos tendría a alguien a quien ofrecer su amor y su dedicación, y ese alguien era un hijo nacido de sus entrañas, nada importaba cómo había sido concebido. Para ella solo el tener en sus brazos a su hijo y amamantarlo era suficiente para agradecer a Dios sus rezos.

Durante el tiempo que sacaba a su retoño adelante sintió en su corazón la calidez con la que creció, la confianza regresó a su vida, solo ella podría ser capaz de transmitir y educar a su hijo en los valores con los que había crecido, no permitiría que su verdugo inculcase la falta de respeto a la mujer y lo que era peor, el deseo de llevarse la virginidad femenina a tan temprana edad y sin consentimiento. Pasó el tiempo y a los tres años parió otro hijo, esta vez era una niña. Un parto largo y doloroso que parecía haberle arrebatado la juventud. De nuevo salió adelante, ahora era madre de dos seres que necesitaban un corazón alegre y jovial, una madre en quien confiar y en quien resguardarse cuando la situación lo requiriese, total solo tenía veinte años y toda una vida por delante.

Hoy es viuda y madre -un trágico accidente por culpa del alcohol la liberó- de cuatro hijos con grandes valores morales y estudios universitarios, cuatro hijos que han sabido agradecer a su progenitora los cuidados y la dedicación que durante su infancia recibieron mientras que en el silencio de la noche era ultrajada por su verdugo. Sus nietos la colman de dicha y paz cada vez que van con ella a la Iglesia y se arrodillan ante el Altar, como ella lo hizo con su abuela el tiempo que permaneció a su lado.

@ Isabel San José Mellado

MARIA

María no sabe los años que tiene, como tampoco recuerda los que tenía aquella primera vez que salió del pueblo.

- Era mu chica, me dice, quizá al año de hacer la Primera Comunión. Continúa, mientras con una estática sonrisa deja ver los pocos dientes que aún le quedan.

-Fue una época difícil aquella, me cuenta, pues eran muchas las bocas que alimentar y poco el jornal que entraba en casa, por eso padre decidió llevarme a la capital a servir a casa de los señores. Era una mañana de primavera, cuando mi madre me puso el vestido que le dio la señá Petra, la mujer del farmacéutico y que ya no le servía a su hija. Había estado durante toda la noche arreglándolo; cosiendo descosidos y remendando sietes, bajando dobladillos y arremetiendo costuras, todo para que no se apreciara en demasía que estaba usado. Hizo un hatillo con dos mudas y después de ordenarme que me portara bien y que hiciera lo que me mandara la ama, me sacó al corral donde padre me esperaba. Padre me subió al viejo carro, el que usaba para llevar los frutos de la huerta al mercado de Medina y del que estaba enganchada La Reina, la yegua parda de patucas blancas. Después subió él y poniéndose a mi lado, emprendimos el viaje. Aquel día, el carro estaba más limpio que de costumbre.

Mientras la mujer hurga en sus recuerdos, yo escucho intentando no distraerme.

- Fue un viaje largo, prosigue, lleno de silencios de padre y algarabía y emoción por mi parte. Cuando llegamos a la ciudad, mis ojos de niña se abrieron llenos de asombro y emoción, a pesar de que Valladolid en esos años fuera una humilde ciudad de provincias, era mucho mayor que el pueblo y sus edificios más altos y bonitos que las casuchas de adobe que formaban el pueblucho del que acababa de salir. Para llegar a la casa de los amos, primero montamos en un ascensor que nos subió hasta el piso donde se encontraba. Madre mía, que vértigo sentí. Yo me agarraba a la pernera del pantalón de mi padre, pues temía caerme. Ya en la casa y mientras padre hablaba con el amo sobre asuntos de las tierras, una mujer de rostro arrugado y manos de vieja, que según me dijo era la asistenta, me llevó al cuarto que durante unos pocos de años compartí con la niñera. Allí me quitó el vestido que con tanto esmero había arreglado madre y arrugando el hocico dijo: "esto, a la lumbre y tú niña, a bañarte que falta te hace un buen restregón, no vaya a ser que nos traigas chinches" Yo arrugué la cara al escuchar esto, primero porque iba a quemar el vestido más bonito que tenía y que tanto esmero había puesto mi madre la noche anterior en arreglar y después porque daba por hecho que estaba sucia, cosa incierta pues nos bañábamos en el balde de cinc todos los domingos por la mañana antes de ir a misa y, por las noches, nos pasaba la peina por el pelo, para quitarnos los piojos. Eran tiempos de miserias. - Me dice, con el mudo propósito de obtener mi comprensión.

-En el centro de la cocina, continúa, había un gran barreño al que, una vez yo desnuda, me ordenó que entrara mientras iba echando agua tibia con un cubo. Allí me restregó con un estropajo de esparto, de esos de los de fregar los cacharros, y tal pareciese que me iba a desollar viva de lo mucho que frotaba la condená. Tanto frotó que cuando salí del barreño estaba toda roja de tanto frotamiento. La criada, que luego me dijo se llamaba Usebia, me dio una bata de rayas azules y blancas y que me quedaba mu grande y un delantal blanco con puntillas mientras me decía con sorna "ale niña, a vestirte, que pareces otra. Y no te apures porque te quede grande, que ya crecerás". Cuando terminé de vestirme, fui a ver a padre, pero ya se había ido. No volví a verlo hasta pasados unos cuantos de años, cuando vino a buscarme pa llevarme al entierro de Pilarín, una hermana a la que yo no conocí pues nació después de venirme pa la ciudad. Te cuento tó esto, hija, pa que veas que triste fueron mis primeros tiempos en casa de los señores.

-Pasados unos años, prosigue, yo pienso que como diez, la niñera se fue de la casa pa casarse con el carbonero y yo me quedé a cargo de los niños. A sín que pasé de trapear los pisos de tarima con asperón, limpiar la caldera de ceniza y hollín, a preparar la comida y la merienda, de los señoritos, lavarles la ropa y todo lo propio que hace una niñera. Pero lo que más me gustaba, era llevarlos al Campo Grande cuando hacía bueno y jugar con ellos. Yo pensaba que nunca había sido niña, pues nunca había jugado como ellos lo hacían.

-Cuando los niños se hicieron mayores y la Usebia se marchó con una sobrina porque se había hecho vieja, yo pasé a ser la sirvienta de los señores. Hasta el día que el señorito Jaime dijo que se casaba y le pidió a la señora que me dejara ir con ellos a su casa. Al fin y al cabo, ya se quedaba solo el matrimonio mayor y con una mujer que iba unas horas por la mañana, había suficiente. Además, les dijo, que él estaba acostumbrado a mí y no le apetecía buscar a nadie más. La señora consintió y, en cuanto el joven matrimonio llegó del viaje de novios, me fui con ellos a vivir.

María hace un descanso en su narración, como si deseara que el tiempo se detuviera en aquellos momentos.

-Fui tan feliz esos años, continúa mientras sus labios exhalan un leve suspiro, los más felices de mi vida. Los señoritos Jaime y Marisa, habían comprado un moderno y lujoso piso en La Acera de Recoletos, la zona más elegante de la ciudad, donde todo era nuevo y no faltaba detalle.

Ellos formaban una pareja joven y con muchas ganas de disfrutar de su matrimonio y de la vida. Y yo, yo era la dueña de la casa, hacía y deshacía a mi gusto sin que ellos me pidieran explicaciones.

En ese instante sus palabras semejan cual lamento y, emitiendo un lánguido suspiro, continúa:

-Pero aquella felicidad duró poco. A los cinco años de casados, el señorito Jaime calló terriblemente enfermo y a los dos años de fallecer este, la señorita Marisa terminó muriendo de pena. Y yo me quedé sola.

En esos momentos, pliega sus agrietados párpados mientras hace un leve descanso en su narración, como si quisiera ir en búsqueda de aquellos momentos vividos. Tras un leve instante de recogimiento, recobra el semblante y prosigue esta vez con el tono más elevado:

-Y ahora, estoy aquí. Gracias a los padres de los señoritos que, como me quieren tanto, me han traído a esta residencia en la que estoy como una reina. Aunque yo estaría más contenta si me dejaran hacer algo, aunque fuera planchar las camisas, que ya he dicho que lo sé hacer muy bien.

Cuando la auxiliar viene a buscarla, frunce el ceño a la vez que murmura:

-Ya está aquí esta pesada –.

Mientras se aleja, María saca del bolsillo del vestido un pañuelo de tela en la que se percibe una M bordada en hilo azul y enjuga una lágrima que asoma por el vértice del ojo izquierdo, mientras va camino a una forzada ducha.

Mañana, de nuevo regresará a la recepción de la residencia con su sonrisa sempiterna y enseñando los cuatro dientes que le quedan. Y me volverá a contar por enésima vez la misma historia que, a pesar de su demencia, no ha olvidado.

@Toñi Arranz




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