Nuestro Trabajo
Aquí te dejamos una muestra de nuestro trabajo en esto de la narrativa en español actual.
Cada autor es un mundo, un estilo, una voz.
Queremos que nos conozcas a través de nuestras letras pues es donde verdaderamente sabrás quienes somos.
Todos tenemos nuestras publicaciones en nuestra página web, en las distintas redes sociales, publicados nuestros libros algunos de manera independiente y otros a través de editoriales y por supuesto en esas antologías, que son un reflejo de la diversidad y riqueza literaria que existe en el mundo, una recopilación de obras que nos transporta a diferentes épocas, culturas y estilos de escritura.

Narrativa @Feliciano F. González
Escombros
No alcanzo a comprender cómo he acabado encerrado en esta minúscula cueva de paredes rotas y amasijos de armazones de acero y hormigón; ha sido todo tan repentino, inesperado.
Apuraba la sopa que mi madre me había preparado, tibia, con un puñado de granos de arroz y una alita deliciosa de pollo, cuando comenzó ese silbido agudo que iba creciendo hasta obligarme a taparme los oídos fuertemente con las manos, apretar los ojos para que el ruido no encontrase orificios por los que invadirme entero. Pero ese chirrido galopaba enloquecido, como si el cielo se desplomara gritando sobre nuestro bloque de pisos. De pronto, todo se transformó de manera fulminante, y a su vez lenta, como si la explosión que desbarató el orden de las pequeñas cosas hubiera ralentizado el movimiento; los fragmentos de ladrillos giraban buscándose unos a otros, en un juego de montaje de piezas que no encajaban; el polvo sustituía al aire limpio añadiendo un velo de misterio a la demolición; las vigas se trababan entre sí definiendo una nueva arquitectura distinta de la que acoge a la gente bajo techados horizontales, y la luz iba desapareciendo entre fuegos de artificio multicolor y chispas eléctricas que rastreaban los trazos un nuevo mapa.
Por algún resquicio tortuoso se desliza un breve haz de sol que sirve de iluminación suficiente a mi nuevo habitáculo. Puedo incorporarme de rodillas sin alzar totalmente la cabeza, unos sesenta centímetros del suelo hasta el techo; me basta para descansar y desperezarme de vez en cuando, para no sentir los músculos y los huesos apelmazados.
Dejo que ese tenue rayo se pose en mi mejilla, la acaricie, la bese con esos labios cálidos que nos da el sol. Me abandono, a la espera de que retiren todos estos escombros y abran una vía por la que pueda salir a la superficie.
Este sol siempre requema mi piel en el descampado; es inevitable volver a casa enrojecido por las quemaduras si de lo que se trata es de jugar el partido, que, aunque lo deseado sea ganar, al menos, si pierdes ha de ser con toda la dignidad de quien ha peleado cada jugada.
Me tocaba el turno de guardar la pelota en casa, así que tendré que encontrarla en algún rincón de esta montaña de paredes destrozadas; debe estar en otra cuevecilla como ésta, esperando ser rescatada.
Tras la explosión, el silencio se apoderó de todo, ocasionalmente escuchaba derrumbarse un trozo de edificio por encima de mí, en algún lugar, pero no se escuchaba ningún perro, y eso me sorprendió; era una señal que me preocupaba: los perros son los habitantes fieles de las calles, les pertenecen, y parecían haber abandonado su deber con la comunidad.
Después, qué sé yo, tal vez después de unos segundos extendidos a minutos, tal vez más, o tal vez menos, sería cuando me desperté con un dolor intenso de cabeza, y me descubrí una piquera en la frente, entonces comencé a reconocer sonidos muy diversos. Me entretuve tratando de identificar su origen, si alguien se arrastraba creando esa sensación seca que producen las ropas cuando se deshilachan contra las piedras afiladas, o si se trataba de una culebra haciéndose paso hacia la luz, o si un diminuto ejército de escarabajos escarbaba en la arena asegurándose la propiedad de un nuevo espacio.
Comencé a reconocer algunas voces. Un quejido es una señal inequívoca de la voz humana, quizás la señal más cierta de que en algún lugar hay una garganta que reclama atención. No son palabras que puedan descifrarse, pero se entiende su mensaje con nitidez. He escuchado estas voces continuamente, me rodean, sé que no me llaman a mí, ¿cómo pueden saber que en la cueva contigua espero también como ellas a que nos saquen de aquí, hacia el aire fresco? He llegado a escuchar una composición armónica de respiraciones aceleradas y lamentos, en un ritmo de altibajos apresurado, de una garganta que urgía una vía de aire, o que trataba de evadirse de la capa de polvo silíceo que le impedía respirar. He llenado mis pulmones de aire, que a mí no me falta, y he sentido la angustia de no poder soplar una bocanada limpia a mi vecino, para darle un aliento que le aliviase, para aguantar hasta que nos rescataran.
El sol ha cambiado de posición, el rayo que me tenía reservado ha dejado atrás su camino hasta mi mejilla, pero aún recibo una luz que se me antoja sanadora.
Han transcurrido muchos minutos, o algunas horas, pero lo que es seguro es que no ha transcurrido todavía un día completo. Percibo un silencio más constante, menos interrumpido; me invade la sospecha de la soledad, aunque tengo lo que necesito para esperar. Con tan poco movimiento, el hambre no me apremia como debía, pero echo en falta ir hasta la fuente de la plaza y empaparme la cabeza y la ropa, a riesgo del rapapolvo de mi madre que me espera cuando vuelva a casa, que es más aparente que real, porque a un crío de once años se le pueden consentir estas licencias, pero es éste un privilegio que pronto desaparecerá de mis días; es lo que supone estar con un pie en la frontera de lo que llaman en la familia un adulto. Tantas veces lo que repetía el abuelo, no puedo olvidarlo, ni olvidarle a él, sus palabras, las caricias de sus grandes manos rugosas en los rizos que el pelo forma detrás de mis orejas. Y no se me borra de la memoria ese gesto sereno con que dormía cuando le dimos sepultura, parece que lo esté viendo.
Si ahora pudiera tenerlo aquí, en una de estas cuevecillas, para charlar pausadamente hasta que vengan a por nosotros, la espera me importaría menos.
Ella me estará también esperando, no debe estar lejos, porque, aunque estaba sólo yo en la cocina cuando todo se derrumbó, ella estaba haciendo sus cosas en otra habitación; así que debe haber encontrado su espacio por aquí cerca, pero no la he escuchado todavía, ni he reconocido como suyo ninguno de esos quejidos que he estado siguiendo con atención: identificaría el aire de su garganta, incluso sin voz, entre millones de gargantas.
Parece que anochece. El rayo de luz se ha ido apagando, tenue, delgado, hasta desaparecer. Los ladridos de un perro han despejado la oscuridad de la noche. No los reconozco, y yo conozco a todos los perros que deambulan por el barrio. Le siento circular de un lado a otro por allí arriba. Es relajante escuchar ladrar a un perro, me invita a descansar, a dormir un rato.
No tengo ninguna prisa, nadie me espera. Mañana será otro día y estoy seguro de que un sol intenso se acercará a abrazarme, y lo celebraremos todos en la plaza, porque siempre queda un lugar entre las ruinas donde juntarse, donde fundar una nueva plaza.
@Feliciano González
Las tierras de Petronio
La sala del despacho destinada a recibir clientes es un espacio conocido para los presentes. Decir que es un lugar familiar no es hiperbólico, ni un apelativo cursi. Durante dos décadas habían celebrado cientos de negocios, disputas, negociaciones, contratos, testamentarías, lealmente asesorados por Don Hilario, doctor en Derecho, que en paz descanse, y por su hijo Hilario, continuador del conocido despacho de abogados con balcones acristalados que se asoman a la calle principal de la población.
Tenían entre manos la mayor operación urbanística que habían abordado nunca, habían anticipado la celebración de su inminente éxito permitiéndose una elegante cena en la ciudad, a sesenta kilómetros de autovía hacia el sur, a la que acudió Remigio, alcalde electo por primera vez en los comicios de hacía nueve años. Hilario, que no era Doctor como su padre, los había reunido de urgencia para dejar caer una bomba de mano en medio de la mesa, algo con lo que nadie contaba.
−No podemos ejecutar el proyecto.
El rostro palidecido de los socios allí reunidos convertía lo que semejaba ser una reunión de amigotes en un funeral de un padre que tuvieran en común. Hilario era el único de los socios que mantenía el color de las mejillas, por ser quien llevaba masticando la noticia hacía veinticuatro horas.
−Es una carta escrita a mano, casi ilegible, en la que un tal Petronio nos comunica ser el descendiente de la familia propietaria de los terrenos durante generaciones.
El aparente funeral se convirtió en ese momento en un revuelo de voces, exclamaciones malsonantes,
insultos, un embrollo de disparos sin una diana precisa. El palacio soñado amenazaba ruina sin que
nadie alzara la voz capaz de aguantarlo en vilo.
−¿Qué dice Remigio?
−Está de camino −respondió Hilario pretendiendo aportar algo de esperanza a la eléctrica
desesperación de sus socios.
Y Remigio apareció en la puerta, no menos turbado que los demás, ante la noticia que el abogado
Hilario le había anticipado por teléfono esa misma mañana. Todas las miradas le apuntaban de lleno.
−¿Cómo iba yo a saber...? Yo no manejo esos papeles... −la referencia a los papeles arrojó sobre
Hilario todas las miradas.
−La finca no está escriturada, eso ya lo había comprobado. Pero la carta ha llegado y no se puede
ignorar. El remitente podría tener un contrato en su poder donde conste su derecho de propiedad sobre la tierra.
−¡Déjate de palabrerías! ¿Estamos o no jodidos? −la agresividad de los socios era latente.
−No te miento. Podríamos estarlo.
−¿Estar, qué?
−Jodidos.
Cuando la marea de espuma rabiosa reposó, acordaron citar al susodicho Petronio al despacho para
discutir directamente la situación y, si era el caso, hacerle alguna oferta de solución en la que todos ganaran, en otros términos, una solución para repartirse las ganancias. Era ésa una táctica imbatible, probada en repetidos casos anteriores: el reclamante arma ruido, hasta que olisquea el dinero y entonces se aviene a razones; el dinero siempre es el rey del juego.
Petronio es un hombre enjuto, algo encorvado, que ha superado con creces los ochenta, longevidad que contradice su aspecto delicado, que le hace parecer ya centenario, si bien la letra elegante y precisa de la carta que remitió al despacho de abogados ayuda a desmentir tales apariencias. Llegó puntual a la cita, como un reloj. Con tímida humildad se dejó ver en la puerta de la sala de reuniones, vestido con una gorra de visera muy usada, acompañado de la secretaria de Hilario. Mientras se descubría el espeso pelo blanco, saludó tímidamente pidiendo permiso para entrar. Fue Hilario quien tenía atribuido el papel de diplomático cortés del grupo de halcones que observaban cada la lentitud de cada movimiento del viejo. Ya acomodado en un lateral de la mesa, Petronio recorrió cada rostro alrededor suyo, con gesto de no reconocer a nadie.
−Don Petronio, le agradecemos que haya aceptado acudir a esta cita.
−Tú debes ser el hijo de don Hilario, el Doctor −el abogado asintió con amabilidad y una sonrisa algo incierta.
−Era un buen hombre, aunque apenas tuve ocasión de tratarle. Se fue muy joven a estudiar a la
ciudad, y ya de abogado no tuve necesidad, así que...
−Queríamos comentar con usted la carta que nos ha remitido −Hilario quiso centrar la conversación que amenazaba con dispersarse.
−¿Y tú quien eres? −Petronio pareció no escuchar el comentario del abogado, dirigiéndose a otro de los presentes.
−Remigio, el alcalde.
−¡Caramba! ¿Desde cuándo? −Los comentarios del viejo Petronio confundían a los presentes, sólo
interesados en descubrir las intenciones del viejo. Remigio respondió de forma escueta.
−Los alcaldes
de antes hablaban poco y hacían nada. Ahora ya no sé cómo funcionan las cosas. Quizás sea al
contrario, ¿tú, qué opinas?
−Don Petronio, nos indica en su carta que es usted el propietario de la finca anexa a la plaza del
Ayuntamiento.
−Petronio asintió silencioso.
−Los caballeros aquí presentes se preguntan si tiene usted algún título de propiedad que pueda mostrarnos.
−Si los presentes son, como dice, caballeros, sabrán confiar en mi palabra y lo escrito en mi carta. No hace falta que me diga que mi escritura deja mucho que desear. El pulso va fallando. Durante varias generaciones esa tierra ha pertenecido a mi familia. En los últimos cien años la hemos destinado a espacio para fiestas del pueblo, a ferias de ganado, cuando había ganado que feriar, también a reuniones de vecinos donde debatir cuestiones de interés común, como cuando quisieron atravesar la plaza central con una carretera asfaltada, lo votamos y fue que no se haría.
Al final, se impusieron quienes tenían el mando para hacerlo y jodieron la plaza con su carretera. Pero nuestra finca se respetó. Don Hilario, que en paz descanse, se acordaría de todo eso, tenía muy buena cabeza. Él se puso al frente del pueblo a defendernos, era joven y enérgico, pero no pudo ser.
−Don Pietro... −se lanza al asalto, impaciente, uno de los socios.
−Petronio, es mi nombre.
−Disculpe. Señor Petronio, queremos discutir con usted una oferta para realizar nuestro proyecto.
−¿Qué proyecto es el suyo? −respondió sin alterarse.
−Por cierto, tú no serás de los Caganchos. Por la edad, un nieto de esa familia
−esta incursión dejó desarmado al atacante.
−¡Anda que no he tenido correrías con tu abuelo! y con tu tío-abuelo, ambos Caganchos. Éramos uña y carne −le vence un gesto de nostalgia, que le deja cabizbajo.
−El proyecto consiste en la edificación de treinta chalés adosados. Atraería gente nueva y actividad comercial a la población −Petronio tarda en salir de su ensimismamiento.
−Me parece bien, pero háganlo en otra finca. Seguro que hay más fincas. Mi tierra es para uso de los vecinos, como lo ha sido siempre. No soy yo quien traicione lo que mis mayores dispusieron.
−Podemos intercambiar su finca por otra en las afueras, incluso de mayor extensión.
−¿Y yo para qué quiero una finca? −sin rebatirle, el socio volvió a la carga.
−Le podemos ofrecer una de las casas a un precio muy interesante.
−Yo ya tengo casa, la de mi familia, no necesito otra.
−Pues la alquila, o la vende y se embolsa un buen dinerito.
−Me has visto cara de necesitado. Tú no eres de por aquí −busca a Remigio con dificultad
−. Alcalde, ¿vas a consentir que esa gente de la ciudad venga a decir cómo tenemos que vivir y a destrozar lo que con tanto amor hemos construido?
−se hace un silencio que nadie sabe cómo manejar. Petronio hace el gesto de levantarse.
−Espere, todavía tenemos que discutir... −se apresura Hilario.
−El retrete, ¿por dónde? −Hilario le da las instrucciones adecuadas. En estos menesteres Petronio no se deja arrastrar por las prisas. Sin premura por retornar a la reunión se entretiene pelando la pava con la secretaria, identifica de qué familia proviene y cómo resultan estar emparentados a través de una tía abuela suya que se casó un hermano de su abuelo. Cuando se sienta de nuevo en la sala, se calza la gorra.
−Si no tenéis otra cosa, me disculpáis, se me hace tarde.
−¡Usted no se marcha de aquí sin que acordemos una solución a este problema! −alza la voz el socio
que había permanecido silencioso. Un silencio pasajero se impone.
−Eres igual que tu padre y que tu abuelo. De ahí viene que os llamen los Chuscos −se levanta y separa más la silla para hacerse paso −. Yo con un Chusco ni hablo ni hago negocios. Os sobra a todos mierda y os falta mucho por vivir. A partir de ahora, si deseáis algo procurad ser menos ambiciosos y más despabilados. En el remite de la carta tenéis la dirección de mi abogado. Buenos días.
Petronio se sintió como un conejo que sale de la madriguera y corre libre por el sembrado. El sol
calentaba su piel. Como cada día, se sentó en uno de los bancos de piedra de la plaza a disfrutar del cálido paso del tiempo.
@Feliciano González
Metafora
Aunque pueda parecer estúpido, aún no sé qué responder cuando alguien, cualquier individuo, conocido o desconocido, tertuliano o encuestador espontáneo, me lanza la tan odiosa pregunta de "qué soy", y no se refieren al género animal a que pertenezco, ni a cuál de las numerosas etiquetas genéricas que circulan me adscribo, se refieren, sin embargo, a cuál resulte ser mi dedicación, a qué dedico el tiempo para obtener sustento, asumiendo, eso sí, que algo he de tener para sustentarme, pues soy, sobre esto no cabe debate, un espécimen social.
Hubo una etapa de mi profesión, prefiero decir de mi dedicación, que respondía con notoria facilidad, y con un aire de orgullo en los ademanes, que yo soy un poeta. Tengo grabadas en mi memoria las muecas que provocaba mi resuelta afirmación, casi siempre representadas tras una segunda pregunta, esa que se instrumenta fingiendo que no se ha escuchado bien la pregunta inicial, como las respuestas automáticas de los correos electrónicos cuando avisan que un algoritmo ha generado el mensaje y no un humano, esa pregunta de aire travieso que se utiliza para ganar el tiempo necesario en que ingeniar una reacción apropiada.
¿Poeta? Algunos despliegan una representación teatral improvisada, un teatrillo, barroquizando su interés por tan sutil empresa, bien interesándose por el título de algún libro publicado, bien fingiendo recordar algo que le suena familiar de mi nombre. Otros, se limitan a expresar una amable sorpresa, un "qué interesante" sin cuerpo ni alma; a mí estos me parecen los menos tóxicos.
Finalmente, no falta quien piensa, tal vez todos, que de tal cosa no se puede vivir, gesticulando elegantemente su compasión. Y no falta quien se permite expresar su cortante crítica en los precisos términos que le pasan por la mente, fiel al principio mal entendido de sinceridad y transparencia. Como digo, hace tiempo que abría mis interioridades de poeta, de esta torpe forma, al público curioso. Pero hace tiempo que abandoné esta táctica que me llevaba a diversos desatinos, y no precisamente al aprecio ni a la consideración amable.
Ahora he adoptado otro enfoque cuando me acosan con la consabida pregunta de "usted qué es". Con la mayor calma que logro reunir respondo que soy literato. No he logrado un avance notorio, sigo generando muecas, pero he de decir que las muecas dedicadas a un poeta son muy distintas de las muecas dedicadas a un literato. Las primeras, las que aciertan de lleno al poeta, son ácidas en el paladar y sulfúricas en la nariz, de taninos consistentes y un regusto marcado de cloacas de barrio. Las que homenajean al literato son temerosas, suaves en los labios, afiladas en la garganta y ambiciosas en la intención cuando acarician la expectativa de conseguir el obsequio de uno de los anunciados libros, claro, de forma gratuita.
La obra de un literato puede llegar a paladearse si no amenaza la propia faltriquera; de lo contrario deja un amargor complejo en la garganta. Una historia es, en fin, un potencial entretenimiento. Un poemario es siempre costoso, aunque se ofrezca sin precio alguno. He sobrevivido de esta forma, anunciándome como literato que, aunque lo normal es que no se sepa qué significa, engloba discretamente la poesía como parte de la desordenada familia literaria.
Me he atrevido a escribir un breve libro en un estilo vecino a lo que denominan prosa poética, que viene a ser una narración con alma de poema o, si nos consentimos ahora un divertimento, es un poema que ha engordado por falta de ejercicio físico. El esfuerzo de abandonar la dulzura expresiva de los versos ha brotado en mí nuevas esperanzas de acariciar el reconocimiento como autor, y he aparcado la poesía en el desván de mi mesa, en espera de tiempos mejores. El primer paso está cumplido. Articulo mis movimientos para dar el paso crítico de la promoción de mi obra, que he titulado "Donde los oricalcos respiran". He dudado si descremar un título que más parece un verso culterano que el inicio de una narración, pero he querido mantenerme fiel al instinto creador que me iluminó la arquitectura de tal expresión.
Con un ejemplar impreso en papel bajo el brazo he acudido al domicilio donde un agente literario recibe a los potenciales suministradores de literatura en la editorial que le emplea. He sido conducido amablemente a una salita de espera donde otros dos visitantes esperaban turno. Un joven con una carpeta sobre el regazo, repasando unos papeles escritos a mano, tembloroso y torpe, como haría un estudiante al punto de aparecer frente a un tribunal de oposiciones, y un sujeto de aspecto al menos veinte años mayor que yo, con un abrigo de paño gris amortizado, relajado hasta el límite de cabecear por el sueño.
Cuando el toque de corneta avisó de la faena, el joven sudaba como presa de una fiebre fatal. El caballero del abrigo me miró con complicidad esbozando una sonrisa, balbuceando sin palabras esa raída expresión de "esta juventud", con la que la envidia generacional se compadece de los nuevos talentos. Cuando le tocó el turno a él, la suerte le encontró durmiendo y le pasó de largo.
¡Qué decepcionante es el despacho de uno de estos agentes! De la sensación de decepción tienen buena parte de culpa las expectativas creadas por la incertidumbre y el pánico. Y algo de pimienta debe añadir la necesidad de ser considerado. Me senté delante de aquel personaje que esperaba sin mirarme, podría haberme desnudado y vestido de nuevo sin que se percatara de ello.
−Señor agente...
−¿Disculpe?
−Buenos días
−¿Se refiere usted a mí?− Gesticulaba como buscando alguien más en la sala. Quise reírle la
gracia, pero era evidente que no bromeaba. −Si se refiere a mí, sepa que soy crítico literario,
los agentes son otros, −señalando la puerta.
−Lo siento, no sabía…
−¿No sabía? Es usted un tanto novel, en otras palabras, novato. ¿A qué ha venido?
−Gracias, he traído mi nueva obra para que pueda, si usted lo considera oportuno, valorar, y
para su posible publicación en esta editorial, ya le digo, si usted considera…
−No se repita, haga el favor, que le entiendo sin necesidad de circunloquios.
−Claro, perdone. −Gesticula con la mano requiriendo el manuscrito, y me descubre por fin con la mirada durante unos segundos antes de ojear la portada de mi colección de pliegos.
−¡Santa María, pero qué título es este! Porque esto que dice aquí es el título, supongo. Madre mía, "donde los oricalcos respiran". ¿Esto qué es? ¿Es un manual de biología, un animalario, una excentricidad de otro cuño?
−Es una historia de superación personal escrita en prosa poética. −Se vuelve a mí para explorarme científicamente por encima de sus gafas, acomodadas para acompañar el gesto en la punta extrema de su nariz afilada de cincuentón.
−Discúlpeme ahora la vulgaridad de mi lenguaje: ¡no me toque los huevos! −se arroja a la despeinada tarea de abanicar las hojas con ademán de mirarlas como quien lee de pasada los titulares del periódico. −¿Qué ha dicho que narra usted en esta historia?
−Es la historia de un escritor novel que busca la forma de abrirse paso en el mundo de la literatura y se ve acorralado por la falta de reconocimiento que obtiene…
−¿Y los oricalcos qué representan?
−Es una metáfora del valor encerrado en sus creaciones.
−¡Menudo enrevesamiento, santo Dios!
−Es lo que tienen las metáforas.
−¿El qué?
−Enrevesamiento.
−Igual no hablamos de la misma cosa. −Aunque está prohibido fumar en esa oficina, se dispone a encender un cigarrillo.
−Me refiero a la expresión oricalco como metáfora del valor literario de un individuo.
−Me empieza a parecer que aquí la única metáfora que hay es usted mismo. ¿No será usted uno de esos poetas que se creen que al partir en trozos las frases aparece la verdadera poesía? −una vez más la pregunta fatídica me acosa.
−Soy literato.
−Está usted plagado de metáforas.
−Es a lo que me dedico.
−Ya veo. −absorbe el humo a bocanadas largas.
−¿Y usted? −le lanzo la pregunta.
−¿Yo, qué?
−¿Cuál es su metáfora? −que yo pasara a la contraofensiva no le pareció de agrado.
−¿Qué le hace pensar que yo necesite una metáfora?
−Todo el mundo tiene una metáfora. Quizás usted no se haya dado aún cuenta de la suya.
−Creo que nuestra entrevista está llegando a su fin. Yo no me dedico a las metáforas, yo me
dedico a las realidades palpables, a las creaciones auténticas, las que entusiasman a los lectores y producen interesantes beneficios a las editoriales. Yo me dedico a lo tangible, a la literatura real. Yo huelo el éxito de una novela a distancia; antes de que cruce mi puerta su cara ya he olido si lo que trae es valioso o un manojo de mierda. Tengo un instinto natural para el triunfo, lo presiento, lo persigo, lo convierto en dinero sonante. En este mundo no hay lugar para las metáforas. Las metáforas son cosa de perdedores, losers, como se les llama por ahí.
−A mí me parece que usted esconde una metáfora. −El fuego que le abrasaba las sienes podía verse a distancia, como la lava de un volcán.
−Antes de pedirle que cierre la puerta cuando salga, le hago saber que si alguien tiene metáforas es usted. ¡Odio las metáforas! ¡Son inservibles, inútiles, improductivas! Toda narración debe eliminar las metáforas sin contemplaciones. Los lectores se pierden con ellas, y con ellos se pierden las ventas.
−Si elimina las metáforas, anula la música del texto.
−¡Usted no sabe lo que dice, ni entiende de literatura! El éxito no necesita música, necesita
acción, sangre, misterio, sexo; el éxito provoca el llanto. ¿Qué coño de música?
−Usted no tiene ni idea de música, por eso ignora lo que es una metáfora y, en consecuencia, es incapaz de discernir la altura literaria de una obra. −A estas alturas ya no tenía retroceso posible.
−¡Es usted un impertinente! ¿Sabe cuántos libros de éxito han pasado por mis manos? ¡Obras que alcanzaron decenas de miles de libros vendidos!
−Eso es a lo que se dedica, un tratante de ganado. Incluso un tratante de ganado necesita su
propia metáfora.
−¡Usted ha perdido la cordura!
−Y usted ha perdido la metáfora. Pero la tiene, y la teme.
−No está usted en una situación en la que aleccionarme.
−¿Y eso por qué?
−Porque de mí depende que usted publique estas hojas o que vayan a la basura.
−Creo que se equivoca parcialmente. Sólo de la primera parte estoy en sus manos. Que mi historia acabe en la basura, lamento decirle que no está a su alcance −repito el gesto de la mano que observé en él para recuperar mis folios. Mi apreciado contertulio los arroja en la mesa como si el papel estuviera emponzoñado.
−Ha sido un gusto. El tiempo de la entrevista ha concluido.
−¿No le interesa saber cuál es su metáfora?
−Soy un crítico literario, ¿cree que puede darme lecciones de literatura?
−Creo que podría, pero no lo pretendo. Esa es su metáfora −su gesto poco amigable impide acertar si tiene alguna curiosidad por conocer mi respuesta.
−¿Cuál?
−En el bachillerato nos enseñaron que las metáforas se basan en tres elementos. Aquí estamos hablando de las bondades de mi obra para producir la satisfacción y beneficios a la editorial que abona su salario, este es el primer elemento de su metáfora, su labor de comerciante. Pero cuando me insiste en que usted es un crítico literario, oficio que requiere un conocimiento amplio y desinteresado de cada pieza literaria que cae en sus manos, se descubre entonces el vehículo que forma el escudo de su realidad. Esa es su metáfora. Le debo, sin embargo, reconocer, que encuentro dificultades en relacionar ese elemento de realidad que usted representa como tratante de manuscritos con la ficción comparativa del erudito de la literatura que pretende aparentar, capacitado para emitir enjuiciamientos sobre la calidad de cualquier escrito. Pero le anticipo que estoy convencido de que la distancia es tan breve que puede usted estar seguro de que su día a día en este miserable recinto no es sino una cómica metáfora.
−¡Váyase!
−Inmediatamente, no se preocupe. Ya le veré por la calle.
Con una satisfacción que no había planificado, recogí mis papeles, me levanté y abandoné el despacho. Aquel hombre del abrigo gris esperaba, más desperezado, su turno. Crucé las mismas puertas hasta alcanzar la calle, para respirar profundo y abandonarme al entretenimiento de deambular sin prisa, hinchando mis pulmones con el aroma de la ciudad, la vida real que transcurre impasible, sonriente, como única verdad metafórica, indiscutible.
@Feliciano González

Narrativa @María José Luque
Locura...
Se mordía el labio para no gritar, la sangre goteaba despacio a través de la comisura de sus labios. Permanecían enredados en su cintura los jirones de su vestido rojo purpura. Ella sollozaba mientras él la contemplaba en silencio. Aquella noche estaba preciosa, la luz de la luna llena daba vida a sus ojos color esmeralda.
Cautiva de mis sentimientos no fue capaz de ver más allá. Aquella luz difusa me atrajo sin quererlo. La amaba con locura y ella me incitaba cada día un poco más.
¡Sí! Ella tenía la culpa. Esa piel blanca, sus labios carnosos, sus pechos erguidos. Ella me provocaba y lo sabía. Aquella ridícula fiesta, unos antiguos compañeros del colegio. ¿Sí, ya? Todos la sobaron mientras bailaban, ella era demasiado permisiva y eso no me gustaba nada.
Era sólo para mí. No pude evitar vomitar, aquello me puso enfermo, un festín de lujuria sin fin, no voy a permitirlo. Pondré fin a este infierno y ella sabrá, de una vez por todas, cuanto la amo...
@María José Luque Fernández
El silencio de la noche
Desde su rincón miraba con aquellos pequeños ojos negros, el final del paseo. El miedo contenía su respiración mientras el corazón estaba a punto de brotarle entre los labios purpúreos.
Había salido de la ducha, su tez morena atractiva aún estaba húmeda, se sintió extraña, algo la empujó a refugiarse rápido en aquel obscuro rincón.
El rumor del viento lo acercó y el acecho terminó, la madera rugió. Se tapo instintivamente la cara mientras sentía el frío siseo de sus colmillos en su lindo cuello, reptando por sus atractivos y ensangrentados pechos, sellando de nuevo el silencio de la noche.
@María José Luque Fernández
¡Papa! haz el favor.
- Claro hijo, para que están los padres si no. Favor por favor...
- ¿Estás seguro? Luego no me vengas con historias.
- ¡Que no hijo! tranquilo, dime, que necesitas. ¿50 Euros?
- No papa, siempre con el dinero a cuestas. No quiero dinero y además ¿En qué años vives? Con eso no tengo ni para pipas.
- ¿Qué dices chaval? Con esto tienes para... ¡Puf! Para tabaco, colonia, café, chicas...
- Sí claro, papa y tú que lo veas. Ni para tabaco te llega. ¡Papa, por favor!
- Bueno hijo menos rollo que quiero ver el partido. Bueno, no hace falta que te enfades, te estás poniendo amarillo. ¡Jo! Papa.
- ¿Qué quieres papa? Es que...
- A ver ¿Quieres ir de juerga, verdad? ¿Con chicas?
- ¡Papa, hombre!
- ¡Ah! que eres bisexual. Bueno que se le va a hacer. ¿Sabes hijo? Yo quise serlo, pero los tiempos, pues eso eras otros tiempos.
- ¡Papa! ¿Qué pasa hijo? A ver si ahora el antiguo vas a ser tú. Intolerante.
- ¡Papa, me quieres escuchar!
- Vale hijo, vale. Y ahora se acabó, empieza el partido. ¡Ay!
- ¿Qué te pasa papa?
- Estas tonto, hijo. Me has metido el dedo en la oreja.
- ¡Anda ya, papa! Es que tú me habías metido el mando...
- ¡Cómo eres hijo! Desde luego, me voy... ¡Manda huevos! Ni en su casa manda ya uno.
- Eso, eso. Ahí mismo me estabas clavando el mando ¡Papa!
@María José Luque Fernández
Llegó el momento
En el quicio de la puerta dejé mis maletas.
Antes de marchar quise recordar aquellas risas impregnadas en las paredes verdes. Aspirar el olor del musgo rojo que arraigo fuertemente en mis rosales, el azahar que en el rocío de la noche despliega sus caricias. Aquellas noches en que la luna llena acompañaba nuestras tertulias...
Pesaban tanto tus recuerdos...
Aún danzaban en el patio las sombras de aquel mal sueño.
Los ojos del gato me observaban,..
Intuía mi marcha.
@María José Luque Fernández
¿Relato de cantina?
Un fuerte viento sacudió la jardinera que Tomas tenía en la ventana, las flores se troncharon y acabaron estrellándose en el suelo del jardín. Sintió en sus mejillas la fuerza del viento, sus pupilas parecieron dilatarse al contemplar cómo salía del mar, giraba rápido sobre sí mismo, tenía forma de peonza y se fue alejando de la costa hasta que de repente desapareció en la inmensidad del océano.
Muchas veces escuchó relatos sobre ellos, pero nunca hasta ese preciso momento había visto nada tan parecido a un tornado. Fue presa de la inquietud desde aquel momento, sus pensamientos se agolpaban desbocados sin orden ni concierto, no sabía explicar porque, pero el incidente de la mañana le causaba mal presagio.
Aquella fue una tarde fría y desapacible, el cielo se cubrió de nubes, el mar se obscureció, el fuerte olor a humedad, los relámpagos iluminaban el cielo mientras el ruido sordo del trueno lo envolvía. Quejumbrosos sonaban contra el acantilado los embates traicioneros de sus profundas aguas, sólo a intervalos regulares una luz bañaba el horizonte, acompañando las luces de los aviones, el faro.
Leía sin poder concentrase, sentado allí frente al mar, de repente un gran resplandor iluminó el acantilado, estaba aturdido, su respiración agitada en el silencio. Sobresaltado y temblando aún sintió un leve balanceo, apenas podía abrir los ojos, sentía el frío metal sobre su torso, no podía moverse. Hasta donde su vista podía alcanzar había ladrillos, libros, mar y… …Un trozo de metal asomaba por la cadera. Agitaba los brazos queriendo salir rápidamente de aquella pesadilla, pero no era una de esas aventuras que solía escuchar narrar a los pilotos en la cantina que su padre tenía en el aeropuerto. Era la cruda realidad.
@María José Luque Fernández
Abad, réquiem
Pasan las horas mientras las voces del pretérito aún se escuchan, ululan como la lechuza en la oscuridad de la noche, sin descanso. En el camino las huellas quedaron, el rojo lo circunda todo, los restos de tejido en la alambrada.
Una mano se cimbrea en el aire como si una fuerza invisible la acompañara. En su rostro una sonrisa como la del payaso asesino de la feria, es su hija, Rakel quien con una parsimonia casi letal avanza hacia la casa de techumbre marrón, en su mano el hacha; aún los restos de sangre calientes.
En la abadía doblan las campanas, el réquiem del abad te invita a salir a su encuentro
@Marí José Luque Fernández
Cha´ítra
La noche de los espíritus había llegado, era cuestionable el lugar, pero no el momento, ya lo habían debatido largamente. Se encontraban en el noveno día del mes chaítra, en el cielo podía observarse la alineación perfecta de la Luna con Marte, Júpiter, Saturno y Venus. No había tiempo que perder. El universo había comenzado a danzar.
No era difícil encontrarle, su piel azul clara, y su largo cabello enredado libremente al antojo del viento no le permitía pasar desapercibido. Caminaba sin prisa, su mirada perdida y su mente posiblemente a muchos kilómetros de distancia. Su vestimenta era también extraña, una corta túnica y un ancho pantalón color amarillo, en la mano un arco. Quien si no Sajad, siempre vigilante, podía ser aquel muchacho.
Forma, tiempo y espacio ya no eran visibles, en su lugar energía, llamaradas de luz y color en discontinua armonía danzaban a su antojo por todo el universo. Una lucha sobrenatural se había desencadenado, la consecuencia sin duda alguna, Sajad. La solución el mismo.
Se dirigía con un paso firme y decidido hacía aquel tétrico lugar, el bosque de los espíritus, no tenía miedo, nadie podía infringirle ningún daño, era el elegido. Al despuntar el día aún no había noticias de Sajad. Los sabios empezaban a dudar, ¿tal vez, no era el elegido? Él desencadenó la furia de los elementos, su antecesor ya le había aleccionado al respecto, "no los retes, ellos son indispensables, insaciables, aunque tú creas tener el poder, no es cierto, son ellos los que te consienten".
El umbral había sido traspasado y requería una rápida intervención, la intensidad de aquella luz podría llegar a cegarlo. Antes de adentrarse en el portal, arrojó lejos el arco, en esta lucha no sería necesario. Ellos le interceptaron pero consiguió abrirse camino, se dejó llevar, cerró los ojos y abandonó la prisión de su cuerpo casi al instante. Suprimió el transito, allí no existía el tiempo, sólo energía. Sobre él, como si se tratará de una proyección, los cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego se debatían entre el escarmiento o el perdón, la insumisión no podía ser permitida en un ser estelar transportador de luz.
A pesar de estar tranquilo, algo le turbaba y le hacía sentir débil. Aquel quinto elemento superior a todo lo conocido, le mantenía cautivo. Sin saber porqué decidió sumirse, dejó su orgullo a un lado, su audacia debía, tal vez, ser castigada. Sintió algo extraño, su mente había pasado a ser controlada y dirigida hacía un enmarañado laberinto de luz. Estaba en estado latente dentro de una espiral, sumergido en el ciclo de la vida, muerte y renacimiento. Esferas de luz se aunaban al viaje. Cuatro portales Norte, Sur, Este y Oeste cada uno con un mensaje diferente, un circulo que cerrar, el ciclo de la existencia y la conciencia, complementadas con la polaridad positiva y negativa, fuerzas que se complementan y aúnan para que el ciclo termine. La sabiduría y el equilibrio eran su sustento.
Aquel quinto elemento había permitido su acceso a una frecuencia superior, donde se aúnan las fuerzas terrenales, las celestiales y la humanidad, dando lugar a la auto regeneración absoluta.
Se había convertido en un guardián del equilibrio planetario.
@María José Luque Fernández
Guerra de ensalada
Singular amigo, dispuesto a llevar a cabo aquella proeza no exenta de peligro, arraigada al suelo quedó cuando sin quererlo la nevera volcó y de ella salieron toda una serie de extraños personajes, dispuestos a realizar una gran hazaña. Resopló el más rellenito que resultó ser una deliciosa aceituna rellena de anchoa, brinco a brinco llegaron a su destino.
En aquella maraña nada era lo que parecía. Un arcoíris eclipsaba la visión a cualquiera. A pesar de su tamaño llegó a lo más alto. Tamaña jungla jamás nunca vio, entre el amarillo maíz y la verde escarola se hallaba escondido singular tesoro. Del fondo del mar había llegado, con que recepción se había topado, llevaba de la mano muy agarradita a su prometida la muy larga anguila... Era tan escurridiza que se encontró con el largo esparrago y enseguida hicieron muy buenas migas.
Su ex novio el atún, solito quedó, llegó la aceituna y un beso le atizó. En menuda juerguita mi amigo se metió que sin saber cómo su hazaña repitió. Pisó algo pringoso y al fondo marchó, arenas movedizas de ácido aceite y agrio limón, salió a flote agarrando aquel flotador. Un anillo de piña que a la fiesta se unió y a la orilla le acercó.
La gordinflona aceituna echo un ojo avizor, eligió su premio y allá se lanzó. Dando vueltas y algún giro hasta el atún llegó, que se quería escapar el muy ligón.
El tomate rojo chillón quiso poner orden en aquel fiestorro y entonces la rebelión llegó. La anguila se puso a sus pies. El espárrago se estiró, la aceituna trepo un poco y ¡puf! En toda la cocorota acertó a dar la gordinflona aceituna, el tomate rojo chillón, el equilibrio perdió y se metió en la jungla sin ganas de volver a salir. Allí en el fondo solito mejor se quedó, sin en ningún lío volverse a meter .
@María José Luque Fernández
Indecisión
Sin sentido deambuló todo el día, hacía tiempo que rondaba su cabeza aquella idea pero hasta el momento no había sido capaz de hacerlo.
Cuando la maquinaria del destino se pone en marcha ya no se puede parar, continúa su trayectoria hasta donde deba llegar, sin importar el momento, el tiempo o las personas.
Él lo sabía, la eternidad parecía ser la reina de su vida en aquel preciso instante. Su rostro cansado, incluso pálido, algo contrariado captaba la atención de todos aquellos que se cruzaban en su camino.
La llovizna consiguió embarrar el empedrado paseo, tiznando sus pantalones color crudo con gotitas de barrillo resbaladizo que se impregnaba en sus mocasines casuales. Aquello, lejos de obligarlo a girar sobre sus talones para dirigirse a casa a descansar, después de tantas horas pasadas a la intemperie, le retenía más aún.
Nada más lejos de la realidad, era su sueño, ¿Por qué debía renunciar a él? El cansancio, la ausencia casi total de horas de descanso, podía leerse en sus ojos que hundidos en los surcos de las profundas ojeras se aletargaban.
Se detuvo unos breves minutos frente a un escaparate, algo captó su atención, para a continuación, sin demora, girar sobre sus pasos y con decisión abordar la estrecha avenida que minutos antes había dejado atrás. Estaba restringido el paso de algunos vehículos a motor, no era de extrañar, imposible su acceso por aquellas estrechas callejuelas. Aun así, una moto le arrolló, estaba absorto en sus pensamientos, no la vio llegar, ni tan siquiera la escuchó, ya daba igual, la maquina se paró sin más…
La decisión había sido tomada.
@María José Luque Fernández
"La autoridad: Un viaje eterno desde la porra de piedra hasta el algoritmo invisible"
La humanidad, en su inagotable afán de demostrar su inteligencia, ha cultivado con esmero una especialidad milenaria: el abuso de autoridad. Esta fascinante práctica, que comenzó con el primer homínido que descubrió que una piedra en la mano le confería cierto poder sobre su vecino, ha evolucionado con elegancia hasta la era digital, donde ya no se necesita una porra, sino una línea de código.
En el amanecer de la historia, el poder se medía por la fuerza bruta. El jefe de la tribu era aquel capaz de cazar el mamut más grande y, de paso, imponer su criterio a garrotazo limpio. ¡Qué tiempos aquellos en los que la autoridad se entendía con claridad! Después llegaron las civilizaciones y con ellas, el ingenio. Se inventaron coronas, tronos y discursos que hablaban de linajes divinos, porque siempre es más fácil obedecer a alguien si te asegura que su derecho a mandar le fue otorgado por una deidad caprichosa.
Pero el tiempo no perdona, y las sociedades, inquietas, decidieron probar algo nuevo: la igualdad. Nacieron las democracias, se redactaron constituciones, y los libros de historia proclamaron que el poder residía en el pueblo. ¡Qué adorable ingenuidad! La autoridad, siempre hábil y camaleónica, se reinventó. Si ya no podía aplastarte con una armadura reluciente, lo haría desde un despacho bien iluminado, con leyes escritas en lenguaje críptico que solo entienden quienes las crean.
La modernidad trajo consigo una promesa de libertad que resultó ser, en muchos casos, un espejismo decorado con eslóganes pegajosos. Ahora, en pleno siglo XXI, el poder ha alcanzado su máximo esplendor: es invisible, impersonal y global. Ya no necesitas temer a un señor con bigote y uniforme; ahora es tu teléfono quien te dicta qué pensar, qué desear y, por supuesto, qué temer. Los algoritmos, esos amos silenciosos, deciden lo que ves y lo que no, mientras tú, satisfecho, proclamas tu independencia con un tuit indignado.
Lo más curioso es que, pese a las lecciones de la historia, la sociedad sigue cayendo en la misma trampa. La supremacía, ese deseo insaciable de sentirse por encima de los demás, ha cambiado de disfraz, pero mantiene intacta su esencia. Antaño eran coronas, después uniformes, y ahora son datos y opiniones que se imponen con la contundencia de una tendencia viral. El "yo tengo razón porque mi algoritmo me lo confirma" es el nuevo estandarte de una autoridad que no necesita justificación histórica, solo likes y compartidos.
En este recorrido por el abuso de poder, la humanidad ha demostrado una capacidad inigualable para tropezar con la misma piedra, una y otra vez. El escenario cambia, los protagonistas se renuevan, pero el guion permanece inalterable: unos pocos mandan, otros obedecen, y todos fingen que esta vez será diferente. Pero, claro, ¿qué sería del ser humano sin su inquebrantable fe en que la próxima generación, definitivamente, aprenderá de los errores del pasado?
Mientras tanto, sigamos disfrutando del espectáculo. La autoridad, como buen prestidigitador, continuará sacando conejos de su chistera, disfrazándose de libertad y vendiéndonos su último truco. Y nosotros, obedientes y convencidos de nuestra inteligencia, seguiremos aplaudiendo, sin darnos cuenta de que el verdadero truco es hacernos creer que alguna vez dejamos de ser súbditos.
@María José Luque Fernández
Shachar y la Última Aurora
Cuentan las leyendas que, antes de la era de los hombres, el mundo estaba dividido entre el Día y la Noche. No era una simple sucesión de horas; ambos eran reinos vivos, en equilibrio eterno. El Reino del Día estaba gobernado por Shachar, el espíritu del Amanecer, mientras que el Reino de la Noche pertenecía a Erebus, el señor de las Sombras. Durante milenios, ambo s pactaron un ciclo sagrado: cuando Shachar ascendía en el cielo, Erebus se retiraba; y cuando la noche caía, Shachar se desvanecía. Así fue hasta el día en que Erebus rompió el pacto.
Con astucia, extendió su sombra más allá de los límites de su dominio y apagó la luz de la aurora. Los soles, que despertaban con el llamado de Shachar, quedaron atrapados tras un velo de oscuridad. La noche se hizo eterna. Los pueblos del mundo entraron en desesperación. Las plantas dejaron de crecer, los ríos se congelaron y el miedo se instaló en los corazones de los vivos. Sin el amanecer, todo se desmoronaría.
Pero Shachar no estaba dispuesta a rendirse. Reunió los últimos fragmentos de luz que quedaban en el mundo y descendió a la Frontera del Ocaso, donde la oscuridad de Erebus era más densa. Sabía que no podía vencerlo en una batalla de fuerza, pues la noche se alimentaba del miedo. Entonces, decidió hacer algo impensable: se entregó a la sombra. Erebus rió, creyendo que había ganado. Pero Shachar no tenía miedo. Su luz no desapareció, sino que se mezcló con la noche, filtrándose como diminutas chispas en la inmensidad de la sombra. Al hacerlo, creó algo nuevo: las estrellas.
Erebus gritó de furia al ver cómo la oscuridad ya no era absoluta. La gente, que antes temía la noche, ahora encontraba guía en los destellos del cielo. Y cuando Shachar usó su última gota de luz, logró abrir una grieta en la bóveda oscura... suficiente para que los soles volvieran a salir. Desde entonces, la noche nunca volvió a ser completamente oscura, y el amanecer siempre regresa, recordándonos que incluso en la mayor sombra, siempre habrá una chispa de esperanza.
@María José Luque Fernández
El azúcar de la vida: dulzura, tierra y memoria
No se trata solo del sabor. Es ese gesto casi automático, casi ritual, con el que endulzamos el café, nos regalamos un pedazo de pastel o llevamos una fruta madura a la boca. El azúcar no vive solo en la cocina: habita en los recuerdos, en los cumpleaños de la infancia, en los carnavales coloridos, en las recetas de la abuela y en esos silencios cálidos que compartimos con una taza entre las manos.
Es un espacio reservado en esa memoria emocional del mundo.
Pero, ¿alguna vez nos detenemos a pensar de dónde viene esa dulzura que tanto nos acompaña, que muchas veces damos por hecho?
¿Dónde comienza el azúcar? las plantaciones
La historia del azúcar no comienza en la mesa, sino en los campos. Más exactamente, en plantaciones de caña o de remolacha, que en muchas regiones del planeta han sido, y siguen siendo, escenarios de duro trabajo humano, de esperanza y, también, de contradicciones.
En los amaneceres de República Dominicana, Cuba, Brasil o Filipinas, hombres y mujeres comienzan su jornada entre los tallos altos de caña. El machete corta con ritmo, casi como si siguiera una coreografía heredada. En algunos lugares, aún se hace como hace siglos: a mano, bajo el sol, en condiciones que mezclan dignidad con esfuerzo. En otros, las máquinas han tomado el relevo, pero la esencia —ese contacto directo con la tierra— permanece.
Las plantaciones de azúcar son un paisaje lleno de contrastes: el verdor inabarcable de los cañaverales, el sudor de quienes los cultivan, y ese aroma dulce y húmedo que se levanta al cortar la caña, como si la planta misma supiera que está siendo liberada.
Un legado agridulce
El azúcar tiene un pasado complicado. Durante siglos, fue motor de economías coloniales y justificación de esclavitudes. Millones de personas fueron forzadas a trabajar en plantaciones del Caribe y América Latina. Aquellos campos donde hoy crece la caña, alguna vez fueron testigos de sufrimiento y resistencia.
Es importante no olvidar esa historia. Porque cada grano de azúcar también lleva consigo una carga de memoria: nos recuerda que lo que hoy endulza nuestras vidas, alguna vez costó libertad y sangre.
La dulzura de quienes cultivan
Hoy en día, muchas comunidades han resignificado el azúcar. En cooperativas rurales, familias enteras se organizan para producir de manera más justa y sostenible. Desde los ingenios más modernos hasta los pequeños trapiches artesanales, hay una búsqueda por devolverle dignidad a ese trabajo ancestral.
Al conversar con quienes trabajan en estos campos, uno descubre que el azúcar no es solo un producto: es una forma de vida. Es el canto con que se comienza el día, es la comida compartida entre turnos, es el orgullo de ver el fruto de la tierra transformarse en algo que viajará miles de kilómetros para alegrar un cumpleaños en otro continente.
¿Y si el azúcar también es metáfora?
Quizá, el "azúcar de la vida" no está solo en lo que comemos. Está en lo que endulza el alma: un abrazo inesperado, una conversación sincera, una risa que brota en medio del cansancio. Está en todo aquello que nos recuerda que, incluso en lo áspero de la existencia, hay lugar para lo tierno.
Porque el azúcar, cuando lo miramos con otros ojos, nos habla de la dualidad del mundo: dulzura y esfuerzo, belleza y dolor, historia y futuro. Y tal vez, al conocer su origen, podamos saborearlo con más conciencia... y gratitud.
@María José Luque Fernández
El efecto mariposa.- aleteos en medios del caos.- Esos niños de Gaza
Una mariposa aletea entre 300 y 720 veces por minuto. En ese pequeño aleteo —casi imperceptible, ridículamente suave, casi innecesario— habita un eco capaz de alterar el mundo. O al menos eso sugiere la teoría del caos: que un cambio minúsculo en las condiciones iniciales de un sistema puede desencadenar una cadena de eventos imprevisibles y de gran escala. El famoso "efecto mariposa".
Pero claro, eso es ciencia. Y nosotros, los humanos, no siempre estamos a la altura de entenderla… mucho menos de aplicarla.
Mientras esta criatura efímera —que vive apenas unas semanas, si tiene suerte— revolotea ajena a su presunta influencia sobre tornados y tempestades, nosotros nos destrozamos con precisión quirúrgica. Gaza es bombardeada. Niños mueren sin nombre, sin justicia. Sus cuerpos son cifras. Sus risas extinguidas son ruido blanco en noticieros que duran 90 segundos antes de volver a la farándula. Las mariposas, al menos, no matan.
La mariposa vive en caos, pero no lo fabrica. Nosotros sí. Somos los ingenieros del caos humano: economías que colapsan como castillos de naipes, guerras perpetuas disfrazadas de diplomacia, odios heredados como apellidos. Y sin embargo, aún tenemos la arrogancia de preguntarnos si el batir de alas de un insecto puede causar un huracán, mientras ignoramos que cada decisión nuestra —cada omisión, cada indiferencia— es un ciclón en potencia.
Quizá el sarcasmo más cruel del universo es este: que algo tan hermoso y delicado como una mariposa pueda ser símbolo de un caos que jamás causó, mientras quienes realmente lo desatan se lavan las manos en nombre del orden, la seguridad o la "paz".
Nosotros, que vivimos décadas, hacemos menos por la vida que ella. Nosotros, que le damos nombre al caos, pretendemos sorprendernos por sus efectos.
Una mariposa aletea en silencio. Gaza grita.
El caos no está en la naturaleza. Está en nosotros.
@María José Luque Fernández
La trayectoria de la gota hasta que sucumbe el caos
Hay algo poético —y cruel— en observar una gota. Cómo se forma lentamente al borde de un grifo mal cerrado. Cómo se estira, se resiste, se aferra al metal como si quisiera ser algo más. Cómo duda. Y cómo, inevitablemente, cae.
Así es también la vida en esta sociedad. Cada uno de nosotros es una gota, suspendida. Sostenida por un sistema que se desgasta, por estructuras que gotean desigualdad, ansiedad, prisas, ruido.
Vivimos en un mundo donde el caos no estalla de golpe. No es un estallido ruidoso, no es una tormenta que se anuncia con truenos. Es una acumulación sutil. Es la reunión que te estresa, la red social que te compara, la noticia que te rompe un poco más. Es la violencia pasiva de la rutina. La expectativa de ser productivo incluso cuando estás roto. La sonrisa fingida en un entorno que glorifica el cansancio y llama "éxito" a sobrevivir agotado.
Cada pequeña presión parece inocua. Pero la gota tiene un límite.
La trayectoria de esa gota, antes de ceder al vacío, es la de millones de personas que caminan al borde: entre el "todo bien" y el colapso nervioso. Entre pagar las cuentas o comer bien. Entre responder ese mensaje de trabajo a las 10 p. m. o desconectarse y sentirse culpable. Somos gotas pendiendo de hilos invisibles, aferradas a una calma aparente mientras el caos se gesta en silencio.
Y cuando caemos, nadie parece haberlo visto venir.
Nos falta pausa. Nos falta ternura. Nos sobra rendimiento, comparación, urgencia. El caos no aparece de la nada: es consecuencia. Es acumulación. Es la suma de lo ignorado, de lo no dicho, de lo postergado por miedo a parecer "débil".
Una sociedad sana no debería hacer que tanta gente se sienta al borde. Una vida digna no debería sentirse como una gota que inevitablemente cae.
Entonces, ¿qué hacemos? Quizá empezar por observar. Por notar el peso que llevamos. Por dejar de llamar "normal" al agotamiento, y "éxito" a vivir sin tiempo para mirar el cielo. Quizá el cambio real no sea evitar caer, sino preguntarnos por qué todos estamos al borde, todos los días.
Porque si cada gota sucumbe, no es culpa de la gota. Es el sistema el que gotea.
@María José Luque Fernández
El rojo de mi Gaza
Es el rojo de tus ojos lo que me desvela esa falta de sueño, son las marcas del dolor ya permanentes en tu rostro lo que me subleva el latido. Sin ser ni tan siquiera cercana a ti, me sublevo, ante la mudez del silencio que cubre tu existencia, tu inexistencia parece ser.
Es tu herida abierta roja como el fruto que brota de la vid que crece fuerte arraigándose a la tierra y que llora a veces por la ausencia de la lluvia, esa que brota de tus ojos tristes en esa urdimbre que te ha tocado vivir.
No temo gritar al mundo
¿Dime Por qué?
El eco de mi voz no reverbera a pesar de que ha sido emitido en alta frecuencia buscando ser escuchado en ese grandiosa inmensidad que es este planeta Tierra en el que vivimos.
Es como si en el pentagrama solo hubiera silencios muy intensos que rompen la cadencia de la música que supuestamente es la vida y que solo se desquebrajan cuando deja de ser adagio y la bruma lo cubre todo con ese ruido sordo, ya para tus oídos. Ese miedo que impera cada segundo de tu corta vida.
y siempre es noche eterna, aquella en la que se funde tu vida, mientras el cielo se ilumina con esos artificios destructivos creados por los seres humanos y que son fuente de riqueza para algunos cuando si acaso deberían ser sólo de protección.
El mundo esta cansado de imágenes devastadoras, ¿Quizás? ¿La gente quiere sólo ser feliz en su burbuja, esa en la que juegan a vivir? ¿Son sólo fotogramas que atraviesan países, ocurren y discurren en muy diversas ciudades, que se muestran abiertamente en la sociedad del siglo XXI, si, ese en el que parece ser vivimos?
Mi grito alcanzó hace ya mucho tiempo a la ONU pero no obtuvo respuesta, caminó entre el polvo y la sangre pero nadie se acercó a extender su mano amiga, viajó por miles de algoritmos intentando penetrar en el corazón de esa inteligencia, el cerebro de ese ser conocido como ser humano, pero te diré que aún siendo narcisista esa otra inteligencia que llamamos artificial se mostró más humano que vosotros, reclamando empatía, humanidad y solidaridad.
Da igual que seas tú, mi cielo el protagonista de esta historia, tan solo un costillar hambriento y sediento, al que a veces ni tan siquiera el amor le abraza al encontrarse en la más absoluta soledad, tras haber sido masacrados sus seres queridos.
Cierro los ojos mi bebe; para mirarte, para abrazarte, para que el rojo no sea el color que riegue tu tierra, que manche tu ropa, que impregne tu rostro en este sinsentido en el que estamos todos implicados aunque no queramos reconocerlo.
Quisiera poder…
@María José Luque Fernández
